domingo, enero 06, 2008

[AP] La estética del documento. Revisiones del arte y la teoría.


La estética del documento
Revisiones del arte y la teoría

extraido de la revista
Lápiz.
Revista internacional de arte, año XIX, n.º 166

autor Víctor del Río


En 1970, en Cahiers du Cinema, Roland Barthes intentaba explicar una serie de fotogramas de Eisenstein desde un punto de vista insólito[1]. En estas imágenes se percibían algunos rasgos o gestos sin una función clara en el conjunto simbólico y visual de la escena. Combinaciones de elementos en apariencia insignificantes, pero que perturbaban la recepción de la imagen. Barthes recurre a los ejemplos sin haber llegado a aclarar demasiado de qué está hablando, y sólo con el apoyo de esos fotogramas se aventura a proponer lo que denomina un sentido “obtuso”, característico del cine de Eisenstein, pero extensible a otras imágenes[2]. Lo obtuso de la imagen hace inevitablemente oscuro el discurso crítico, sabotea el metalenguaje que tiene como referencia la fotografía y el audiovisual. Más tarde, en una obra de espíritu marcadamente intimista como es La cámara lúcida, Barthes sustituirá la idea de “lo obtuso” por el concepto de punctum, es decir, algo punzante que asalta al espectador. El cambio sólo es nominal porque ambas expresiones se refieren a lo mismo. Pero el recurso al antónimo de la palabra previamente elegida (de lo obtuso a lo punzante) no hace sino confirmar la indecisión literaria que plantea el análisis de la imagen. Mientras la idea de punctum retiene un mayor interés por el efecto de un detalle sobre el espectador, “lo obtuso” alude precisamente a la inhabilitación de la palabra en el análisis del mensaje fotográfico[3].

Quedaban así anticipadas, ya en 1970, las dificultades para desmontar la imagen desde un discurso teórico, pero, al mismo tiempo, se abrían, gracias a la toma de conciencia de su peculiar forma de ser, fisuras insospechadas en la integridad de lo que se ha venido considerando un documento de realidad: la fotografía.

Al tiempo que reconocemos la complejidad estructural de una imagen como objeto de análisis, como mensaje, entrevemos también las posibilidades de abordar sus paradojas en el terreno del arte. En nuestra opinión, la obra de muchos de los artistas que trabajan sobre fotografías en las últimas décadas podría interpretarse en términos de un aprovechamiento funcional de lo que Barthes denomina la «paradoja fotográfica»[4].

La fórmula de Barthes es una más entre las que conforman una concepción generalizada en torno al fenómeno de la fotografía, y que tiene sus más brillantes aportaciones a principios de los años setenta[5]. La clave del debate estará en la ambigüedad documental con que se muestra lo fotográfico, es decir, en la conciencia extendida de que una foto supone un testimonio de lo real, y que, por tanto, contiene un valor de verdad. En ese prejuicio se encuentra el germen del falseamiento perfecto que la fotografía pondría en juego. Esta sospecha sobre lo mediático, es decir, sobre los sistemas de mediación que informan (de) lo real, se hacía cada vez más inquietante. Los grandes enfrentamientos armados retransmitidos (es inmediata la alusión a la experiencia de Vietnam como fenómeno mediático), la proliferación de instantáneas del horror mutadas en fetiches y emblemas culturales, exigían una revisión urgente de los códigos, ya fueran visuales o deontológicos. De esta manera, las dificultades para detectar esas formas de absorción del lenguaje discursivo y de la ideología por la imagen, desencadenan, a finales de los 60 y en décadas posteriores, toda una nueva tradición crítica. La propia revista Cahiers du Cinema, en la que escribieron muchos los protagonistas de este debate teórico, constituye una referencia a la que se deben algunos de los ensayos más influyentes en torno al problema[6].

Por su parte la actividad artística aprovecha la consolidación de esa nueva conciencia documental. Algunos de los tópicos generados en este contexto, como la ambigüedad entre fotografía y pintura, dan lugar a todo tipo de derivados que han llegado a saturar la escena artística internacional. En su versión originaria, la obra de Richter, Boltansky, Rauschemberg, Polke, Baldessari y de otros muchos se ubica en esa nueva intimidad de la conciencia con el documento fotográfico. Todos ellos compartirán una afición manifiesta en sus obras por la foto fallida, por la imagen degradada y doméstica, por la trama fotográfica obtenida de un acercamiento radical a su condición de lejanía. Esa familiaridad no es ya con la fotografía como género, cuyos conflictos del “aura” y de la “autenticidad” habían sido superados desde otros ángulos[7], sino con la idea del documento y con los invisibles pero eficaces mecanismos de connotación de la imagen en los medios de masas. El diálogo con el mundo mediático constituye entonces un eje fundamental del arte contemporáneo en la segunda mitad del siglo XX, y no bajo la forma de una obviedad contextual, izada en el título de cualquier reflexión en torno al arte y repetida hasta la náusea, sino como verdadera realidad de su lenguaje.

Así pues, para afrontar ciertos tópicos, el de la hibridación entre fotografía y pintura en el arte contemporáneo por ejemplo, es necesario recordar el rango cognitivo y estético que la imagen había adquirido a finales de los 60 desde los frentes teóricos de la semiología, por un lado; y desde las manifestaciones artísticas del Pop y el conceptual por otro. Esa apuesta (fotografía como pintura, tal como han enunciado Richter[8] o Darío Villalba[9] en España), se hace evidente en la formalización de las obras, pero su funcionamiento regular en los presupuestos de la crítica obliga a una revisión en cada nuevo acercamiento al tema. La idea de una fotografía como pintura, tan explotada en consonancia con las bases teóricas aportadas en los años setenta, sólo podría entenderse desde una búsqueda de un substrato íntimo de la imagen que constituye su límite. Ciertamente, si se planteaba una ambigüedad documental inherente a lo fotográfico, el empleo de este medio en el terreno del arte no podía quedar exento de sus paradojas. La ambigüedad es transferida al estatuto mismo de la obra. La plástica queda así embarcada en la exploración de ese límite que excede[10] la trivialidad del acto fotográfico para aludir a algo más, algo ausente de la mera reproducción mecánica de una escena. La foto fallida, al igual que el acto fallido para Freud, remite a algo no manifiesto que retorna, a un brote espontáneo de información inprevista. La mirada intenta ir más allá de lo que pueda contener la instantánea, un análisis minucioso de las consecuencias deformadoras de una detención del tiempo como la que lleva a cabo la cámara. Hay en las fotos más triviales, escondidas, otras figuras no menos inquietantes. La mirada de reojo al fondo o al segundo plano detecta el sentido obtuso de la fotografía, justamente aquello que la excede, que la convierte en imagen más allá de lo fotográfico.

La teoría y el arte presentan una reacción coherente (aun en sus respuestas contradictorias) ante el fenómeno de la fotografía. Coherente en un sentido literal, puesto que estos problemas son una herencia conjunta o una vivencia colectiva. Y la persistencia de una alusión al mismo problema de fondo consolida la certeza de que se trata de una clave que va mucho más allá de las consideraciones sobre el medio fotográfico en sí. La perplejidad y el origen de esta nueva fenomenología de la imagen podría situarse en el mito de la imparcialidad que se impone en la recepción de lo fotográfico. La idea del documento como huella de lo verdadero arraiga precisamente en la creencia de que el acto fotográfico recupera intacta una imagen de lo real, de lo que está fuera de nosotros. Se actualiza una escena en la que no hemos podido intervenir sino asistiendo como testigos, como observadores directos. Nos hace creer que la imagen resultante no está en nuestras manos, sino en el ojo de un artefacto mecánico[11].

Según el significado convencional, un documento puede ser cualquier cosa que sirve para ilustrar o comprobar algo. Esta definición apunta al hecho de que el documento (en especial el fotográfico) es una síntesis perfecta entre ilustración y prueba, o la mutación de lo ilustrativo en prueba. Se nos actualiza un momento pasado. En él se reúnen distancia y constancia de lo real. El documento tiene en su más íntima definición el rango de una autoridad probatoria. En la fotografía la evidencia es suplantada por su ilustración. Desde los “papeles” que llevamos encima bajo la amenaza de ser requerida nuestra identidad en cualquier momento, hasta la fotografía que se convierte en prueba determinante en los juicios, sólo desestimada cuando las técnicas digitales hicieron impecable la falsificación. El peso moral de lo que no parecía falsificable era el peso deíctico y acusador de la tautología, de lo que nos convierte míticamente en testigos de unos hechos acontecidos[12]. Nuestra experiencia contemporánea en los medios de masas desenmascara la radical falsificación de lo real que propicia este mecanismo. El documento fotográfico puede ser el más impecable fraude sin necesidad de trucajes digitales.

Indudablemente existe otro tipo de fotografía, la “artística”, que tiene sus peculiares conflictos con otros géneros. Pero, en su versión documental, el instinto de “belleza” del ojo humano quedaría desviado hacia la imposición de lo otro como estructura radical de la imagen. Lo diferente, lo extraño, es acotado en un espacio inmejorable para el archivo. La fotografía nunca es un acto aislado sino el episodio de un conjunto de actos que en su repetición tratan de coleccionar todas las variantes del objeto, incluso del propio yo. La aportación histórica de la fotografía no se reduce sólo a una nueva fórmula para crear imágenes, sino que en su mecanización consuma el salto a un paradigma del inventario latente en la modernidad. Es decir, en su naturaleza mecánica estaba implícita una tendencia a la acumulación. En la historia del medio proliferan los proyectos censitarios y de catalogación como la Farm Security Administration o la obra de August Sander. Su aplicación institucional realiza virtualmente las pretensiones de control a través del archivo. En este territorio la empresa arqueológica de Foucault resulta indispensable al evocar la institución como lugar de confinamiento de la alteridad en todas sus versiones, crimen, enfermedad o locura. Su arqueología desvela los discursos de legitimación del archivo, un mecanismo que permite desactivar la amenaza de la diferencia. Todo lo que es archivado es zanjado en su discontinuidad y reinsertado en un discurso homologador. En las fotos de archivo de la policía, realizadas todavía hoy con las esencias del método Bertillon, el acusado es puesto frontalmente y de perfil ante la cámara en una reducción brutal del sujeto al esquema isométrico de planta y alzado, como si se pretendiera descomponer mediante la foto la estructura fisonómica de su desviación. El sistema para fijar la identidad desarrollado por Bertillon desde 1890 se basaba en una versión de las metodologías empleadas en botánica y zoología para la catalogación de especímenes[13], y constituye el formato de la identidad jurídica que hemos heredado. Desde un punto de vista estético el método prevé un complejo desglose de los rasgos identitarios a partir de diversos soportes que van desde los aspectos netamente visuales, como el que aporta la fotografía, hasta los antropométricos y signalécticos. La constitución de la identidad queda así registrada en el ámbito plástico sobre una base positivista de transferencia de la huella y la imagen. Es muy importante destacar cómo la instauración de estos métodos deposita una gran responsabilidad informativa y epistemonlógica sobre los soportes plásticos, sobre estructuras representacionales que en otros casos hubieran sido consideradas lábiles e imprecisas. Actualmente, las normas para cumplimentar el impreso de solicitud del Documento Nacional de Identidad en España, incluyen estas indicaciones: «Las fotografías deben ser en color, sobre fondo liso de color blanco. Tienen que ser, además, iguales y recientes.»[14] La institución es consciente del poder deformador de la imagen, y se defiende de las sutiles maniobras del gesto, de la luz, de todo ese cúmulo de trazos por los que, en determinados instantes, no nos parecemos a nosotros mismos. La institución cree poseer nuestra imagen “verdadera” (documental) y nos pide que la renovemos con cierta frecuencia. Se sirve del poder señalador de lo fotográfico, pero se cuida de no caer en sus trampas.

El gesto es necesariamente efímero. En eso se parecen fotografía y pintura. Porque tanto la huella de la pintura como la del rostro definen su forma indeleble desde la temporalidad. La congelación de un gesto ha sido la más certera metáfora visual del tiempo, o de su ausencia: la eternidad. Por ello, lo instantáneo es desde el Barroco una pretensión irrenunciable. Parecería que sólo se alcanza ese anhelo con la fotografía, que la instantaneidad es una característica exclusiva de lo fotográfico. Sin embargo, la pintura se apropia por igual de esa categoría a través del gesto dinámico del expresionismo abstracto y de la pintura de acción. En ese trance se mantiene buena parte de la producción plástica contemporánea. Al final, sólo la huella de los accidentes, de lo azaroso, puede dar cuenta del instante. Lo informe aparece en los fotogramas y en los fondos de foto porque en ellos el instante deforma radicalmente su contenido. Se detiene una acción global discriminando una parte mínima. Esta atención minuciosa podría despertar a los monstruos que habitan en la imagen. El instante diluye toda identidad y concede el protagonismo absoluto al gesto, absorbe todo lo que entra en cuadro en una pulsión plástica. El retratista sólo puede inventarse la identidad del retratado, sólo puede acercarse a ella desde un esquema, desde una brutal ortodoncia que nos haga parecernos a nosotros mismos[15]. La fotografía puede extrañar nuestro rostro y enajenarnos en una sola visión, convertirnos en otro ser impensable y remoto[16]. La plasticidad del rostro, del gesto más bien, es simétrica a la plasticidad de todas las identidades, al hecho de que sólo nos mantenemos iguales a nosotros mismos prendidos por el débil nexo de un nombre, unas fechas y una superficie de muecas vagamente familiares. «Pues la fotografía es el advenimiento de yo mismo como otro: una disociación ladina de la conciencia de identidad», declara Barthes en La cámara lúcida, para añadir páginas más tarde a propósito de los antiguos reposacabezas con que se apuntalaba la pose de los retratados: «La fotografía transformaba el sujeto en objeto e incluso, si cabe, en objeto de museo... » [17].

En obras como la de Christian Boltanski la muerte aparece descrita como cifra. Un año de nacimiento y otro de muerte describen una parábola biográfica que remite a la idea de la vida como paréntesis. El aura de la desaparición que tienen sus galerías de retratos, la ausencia del referente fotografiado, es en sí una cifra de la muerte[18]. El principio elemental de estas propuestas es el de articular el carácter atávico del rostro en diversos entornos. El rostro como tal activa el contexto de ubicación en que se encuentra incluso en sus estadios más elementales, como mera mancha fotográfica. Desde ese principio es fácil “suplementar” la imagen, personificarla, vestirla, aportar entornos objetuales.

En otros muchos casos de fotografía-documento podemos recurrir a determinaciones formales que son, a la postre, características de un entorno estético determinado, campos semánticos de la imagen aprovechables mediante la descontextualización. Hay todo un proceso de apropiación y estetización del documento en el arte contemporáneo. Por medio de la incorporación a soportes artísticos de fotografías científicas o descriptivas éstas se abren a todo tipo de significaciones nuevas, adquiridas en otro contexto receptivo. Previamente el objeto o la imagen padecían una acotación funcional: la que imponía su uso práctico en el ámbito de procedencia. La reubicación de esa misma imagen en un nuevo “discurso expositivo”[19] provoca a la creación de nuevos horizontes de sentido, abre a la extrañeza de su estética, de su percepción desfuncionalizada, todas nuestras interpretaciones. Igualmente podríamos preguntarnos por qué nos parece bella una foto satélite. ¿Es una obra de arte? Lo sería al menos de la ingeniería espacial, una obra maestra de la técnica. La “belleza” no deja de estar allí mediada por el símbolo épico del logro, por la clarividencia de que aquella imagen lo es del “mundo”, está captada desde el cielo, más allá de la campana mítica que nos habíamos puesto como límite humano. En la foto satélite participamos fríamente de la divinidad, sin entusiasmo, como corresponde a los verdaderos dioses. La fotografía aporta la visión cenital del cosmos, el ojo divino sobre la totalidad. Cada polaroid doméstica es alegóricamente una postal del cosmos. Y en ese poder no humano, mecánico, en apariencia neutral, reside toda su fuerza.

La aludida imparcialidad de la fotografía pone en juego la figura de lo que está más allá, se nos impone como la determinación visible de lo otro. La recogida mecánica de la imagen reduce la responsabilidad que tenemos sobre ella, hace que algo ajeno a nosotros aparezca en el cuadro. Así, toda foto conlleva en su espontánea fijación de un instante un grado de irrealidad, un principio de mutación hacia lo imaginario. El equívoco reside justamente en el intervalo entre lo analógico y lo digital[20]: no es que la fotografía copie lo real, sino que lo traspone. Y en esa trasposición persiste un ámbito que desfigura al referente. El debate en torno al estatuto de la imagen fotográfica no hace sino inducir y resumir paradigmáticamente cuestiones que afectan a estadios más hondos de lo cultural en tanto que preservación y transmisión de contenidos. El documento será el lugar de la realidad remota, aquella que nos llega diferida, en forma de “noticia”. La noticia es la manifestación de los hechos reconvertidos a un lenguaje aparentemente desprovisto de juicio o crítica, el lenguaje con que se redactan los teletipos y los resúmenes desnudos que constituyen el embrión de lo informativo. El registro inventarial del mundo, aquel impulso taxonómico de totalidad, quedaría hoy resignado a un “impulso alegórico”[21], adopción del arte, reducto último de una empresa del conocimiento, si no fracasada, sí al menos con mala conciencia. “Realidad”, “mundo” son entidades lingüísticas que hoy se nos hacen grandes, que sólo pueden relegarse a una metonimia visual, más bien nostálgica, que nos recuerda que en otro tiempo creímos posible musealizar el conjunto de las cosas, hacer un índice de ellas. La desarticulación de la taxonomía como criterio se salda en la ironía o el arte, se destierra al ámbito de las pretensiones sin fin, como los personajes flaubertianos, Bouvard y Pecuchet, que Foucault estudiara desde la misma perspectiva de un arte del archivo[22]. Los dos copistas compulsivos que imaginara Flaubert ponen de manifiesto la ruina de toda clasificación de los saberes humanos. El discurso del museo contiene una ficción narrativa que engarza la sucesión de fragmentos en una historia comprimida monádicamente en virtud de una metonimia y una metáfora. Y si la metonimia da verosimilitud al fragmento situándolo en un todo ausente y mítico, la metáfora da sentido y espesor semántico a los vestigios, como si estos fueran portadores de un significado legible en su sucesión. Recurrir al arte de la ruina, sería, en última instancia, la retracción de nuestras pretensiones a una estética prestada, apropiada de otras disciplinas en decadencia, procedente de nuestra necesidad identificadora, plenamente documental. La estética del documento puede ser hoy el rastro de una vieja melancolía ante la ruina, la ruina que han dejado nuestros fetiches científicos, que de imágenes del progreso han pasado a supercherías, a objetos carentes de función, incapaces ya de probar nada.

Algunas zonas del arte se han convertido así en un espacio de experimentación de esa conciencia estetizante. La mimesis de ciertos comportamientos tradicionalmente asociados a un talante científico o historicista reaparecen entre algunos artistas. Tal es el caso de la voluntad de archivo[23], la necesidad de capturar continuamente testimonios de nuestra visión. Comportamientos que funcionan como derivas de una actividad afanosa que ya nunca tendrá el sentido de recuperar un muestrario de los actos o las cosas. De esta forma, así como existe una “estetización del documento”, podríamos decir que se genera paralelamente toda una nueva “documentalidad del arte”. La voluntad de archivo puede entonces ser en el arte transitiva al proyectarse sobre nuevos objetos (aprovechando un colapso de los criterios taxonómicos, imitando las estrategias del museo), o bien reflexiva, volviendo el aparato de archivo sobre sí mismo. En el camino de vuelta de esa nueva conciencia, el arte llega a documentarse a sí mismo, desplaza su labor hacia el registro de sus pormenores, hacia la acumulación irresuelta de proyectos, se decanta hacia el soporte sutil del testimonio, se hace efímero y requiere para sí un seguimiento fotográfico o audiovisual. La obra se convierte en una compulsiva glosa de sí misma, en un relato de su elaboración. En ese bucle narrativo se integra lo biográfico, se incorporan los soportes audiovisuales como condiciones de posibilidad de un seguimiento de los hechos o de las “ocurrencias”[24], es decir, de aquello que ocurre con mayor o menor interés por la provocación o el encuentro. Algunas nuevas propuestas de un arte político parecen pretender una extrapolación de la circularidad de esos medios a lo real en un intento de descripción de los nuevos formatos con que opera la conciencia. Desde las modalidades dinámicas del expresionismo abstracto americano hasta los performances y todos sus derivados, grandes parcelas del arte incorporan al complejo de la obra un seguimiento metadiscursivo, la documentación de su proceso.

La noción de documento, por tanto, aparece como índice (o apéndice) de una cultura del archivo generalizada tanto por su persistencia como por su fracaso. El colapso del proyecto de archivo total segrega una nueva conciencia que vive en la dialéctica frustrante de concebir métodos de preservación para la pérdida. El acto de salvar los objetos o los documentos en el archivo los aleja paradójicamente de la actualidad que concede presencia a las cosas. El reencuentro con los contenidos archivados pasa por un nuevo ritual de la recuperación en cuya eficacia queda hipotecada su existencia. De modo que la exhumación es en sí misma una manifestación estética de lo que retorna desde un depósito en el seno de la desaparición o el olvido. El archivista sufre ante la idea de no saber desandar los pasos que condujeron a la ubicación final de la pieza. Un proceso de recuperación que es formalmente equivalente establecimiento de un criterio para ubicar lo diferente. El criterio hace al archivo, y el archivo al contenido que alberga, el modo en que se archiva da forma al documento[25]. La melancolía de una cultura así emana de un continuo extravío del hilo de Ariadna que conduce a los contenidos. El archivista sufre el desmoronamiento y reconstrucción de la empresa para la que trabaja. El mapa del archivo como imagen superpuesta y preliminar a todo acceso acaba convirtiéndose en condición de posibilidad de todo aquello que está más allá del archivo en el espacio y en el tiempo. Y a pesar de toda resistencia ideológica, la escritura, la imagen, el entorno gráfico o la ergonomía mental de un diseño afortunado se convierten en protocolos de acceso a lo real. Moverse por los cúmulos de información requiere así un dispositivo estético, un interface, que sustituye la taxonomía como orden finalista por la disponibilidad instrumental de la información.

El concepto de documento no puede reducirse al ámbito de la fotografía, pero su comprensión como fenómeno estético pasa por la historia de este medio y por los avatares de su aplicación en el arte y en la política. En sentido inverso, tampoco toda la problemática de la fotografía se reduce a su ambigüedad como documento. El caso histórico de la fotografía puede parecer insuficiente para explicar algunos fenómenos actuales. En parte, la saturación de ciertos usos de la imagen y la explotación teórica que ha tenido esta materia pueden ocultar su verdadero interés. Y, sin embargo, de una forma u otra, el paradigma de lo fotográfico aparece puntual y preciso bajo los grandes temas contemporáneos. Su mecánica recoge las esencias y las dificultades de los sistemas de transmisión informativa; su desarrollo tecnológico configura una nueva topología; su historia es el cumplimiento de programas estéticos contradictorios: de la fe positivista en la posibilidad de una transferencia objetiva de lo real a la consumación del surrealismo[26]... El signo de lo documental hoy es más amplio y atañe a los soportes de lo que consideramos verdadero o fiable. Su problemática es estética por principio y quizá la actualidad del tema no resida tanto en las paradojas que generan los nuevos medios de información (entidades estas, los medios, en eterno estado de novedad), como en la pervivencia efectiva de perplejidades que parten justamente de una crisis de lo “documental” fraguada (aunque originada mucho antes) en los años sesenta y vinculada a la naturaleza de algunos formatos de la imagen como, sin duda, sería el fotográfico. El problema reside por igual en el plano metodológico y ha generado su propia tradición crítica. Aun cuando hoy el documento parece integrarse con total naturalidad en ámbito familiar de lo “imaginario”, no deja de ser una clave que puede estar en la base de algunos de los nuevos discursos de y sobre el arte. En la misma medida en que podemos percibir la completud de una etapa y de una serie de temas enlazados en décadas pasadas bajo el aspecto de lo documental, parece necesario asumir su alcance y aplicar ese bagaje.

Una muestra que trata de abundar en las posibilidades de desarrollo de estas cuestiones podrá verse estos días en la exposición de la Fundación Tàpies titulada Culturas de Archivo. Esta propuesta se plantea como un ensayo sobre las formas documentales y archivísticas. El lenguaje de la exposición, un lenguaje esencialmente espacial, servirá en este caso como soporte a un discurso en torno a las modalidades culturales del archivo. Exposiciones como esta, en diversos puntos del mundo, reabren el debate sobre las estrechas vinculaciones entre topología y discurso. La vigencia de los temas se mide así en la calidad efectiva de las propuestas que de ellos se derivan y en la fertilidad de sus consecuencias.



[1] Encontramos este texto en BARTHES, R.: Lo obvio y lo obtuso. Imágenes, gestos, voces, Paidós, Barcelona, 1992, pp. 49-59. En nuestra edición en castellano se nos escatima la nota del editor francés por la que sabemos que la selección y agrupación de los artículos, bajo este significativo título, es póstuma, siguiendo tan sólo las trazas que había dejado el autor para un tercer volumen de sus Essais critiques. Esto puede ser importante por lo que respecta a la noción de “lo obtuso” como una categoría que puede englobar, en su dialéctica con “lo obvio”, la investigación desveladora de Barthes en aquel momento respecto a buen número de fenómenos audiovisuales. En particular nos interesará, en lo que hay de aplicable a la crítica de arte, su intento de aproximación a la imagen desde “La escritura de lo visible”. Esto es especialmente interesante cuando se constata que este texto supone un tratamiento anterior a La cámara lúcida de conceptos como el de punctum. Las tesis desarrolladas en la obra más conocida de Barthes en torno a la fotografía, publicada poco antes de su muerte en 1980, aparecen anticipadas y completas en este ensayo de 1970 que sólo se publicaría póstumamente.
[2] De la foto fija, en ciertos casos, emana este sentido que se define como un «significante sin significado», indetectable estructuralmente, invisible al metalenguaje crítico y, por ello, en cierto modo “inexplicable”. Tales perturbaciones del sentido “obvio” (aquel que se impone en cualquier descripción trivial del cuadro), habitan en los fondos de foto, en los maquillajes y tocados anormales de los actores, en los gestos del rostro o de las manos: pequeños tics indescifrables cuya aportación al conjunto de la escena no se descodifica ni se acomoda al relato que ésta contiene.
[3] Aún así, la idea pervive en su obra de 1980 a pesar de la mutación terminológica: «Lo que puedo nombrar no puede realmente punzarme. La incapacidad de nombrar es un buen síntoma del trastorno» BARTHES, R.: La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía, Paidós, Barcelona, 1995, p. 100.
[4] BARTHES, R.: Lo obvio y lo obtuso. Imágenes, gestos, voces, op. cit. p. 15.
[5] En el caso de Barthes, la paradoja se enuncia al definir la foto como un “mensaje sin código”, es decir, un único soporte de información donde las posibles connotaciones están ausentes de la estructura visual: «la paradoja no reside evidentemente en la convivencia de un mensaje denotado y otro connotado: tal es el estatuto fatal, quizá, de toda la comunicación de masas, sino en que el mensaje connotado (o codificado) se desarrolla en la fotografía, a partir de un mensaje sin código.» La paradoja estructural del mensaje contiene otra ética: lo que se presenta como un análogo mecánico de la realidad aporta, sin embargo, una fuerte dosis de “información” tamizada ideológicamente. Esta es la razón por la que una misma fotografía de prensa puede servir para “ilustrar” mensajes ideológicos opuestos en distintos periódicos. En realidad, es el discurso el que ilustra a al fotografía en una inversión histórica que habla del nuevo poder de la imagen.
[6] Uno de los protagonistas de aquellos debates, Philippe Dubois, perteneciente al Grupo µ, ya en los ochenta, traza una breve historia del problema retomando la cuestión de la ambigüedad del documento como punto de partida para un intento de superación. Todo su discurso se elabora en diálogo con Barthes, y si la distancia histórica no llega a disolver los dilemas y espejismos de entonces, sí permite al menos un buen resumen del estado de la cuestión. DUBOIS, P.: El acto fotográfico. De la Representación a la Recepción, Piados, Barcelona, 1996.
[7] El problema benjaminiano de la “reproductibilidad” y del “aura” resulta sobreexplotado en la crítica de arte actual aun cuando corresponde a una vivencia del imaginario fotográfico que probablemente no sea ya la nuestra. Es decir, el conflicto con lo auténtico de la obra queda superado desde otra familia de interpretaciones contemporáneas que integran con toda naturalidad este nuevo estatuto de la imagen. Se disuelve en gran medida el problema en muchas de las obras actuales desde que ingresamos en un proceso de “desobjetualización”.
[8] Richter viene elaborando un archivo de fotografías y elementos de muy variada procedencia que reúne bajo lo que denomina el Atlas. Esta idea recupera la ópitca cartográfica e inventarial del artista notario o archivista, como acumulador de documentos. Las presentaciones que ha tenido hasta el momento esta parte de su trabajo han sido de dos tipos: el catálogo y la instalación. En 1972 contestaba así a la pregunta sobre la importancia de la fotografía en su obra: «Because I was surprised by a photography, wich we all use so massively every day. Suddenly, I saw in a new way, as a picture that offered me a new view, free of all the conventional criteria I had always associated with art. It had no style, no composition, no judgment. It freed me from personal experience. For the first time, there was nothing to it, it was pure picture. That’s why I wanted to have it, to show it -not use it as a means to painting but use painting as a means of photography.» RICHTER, G., The Daily Practice of Painting. Writings and Interviews 1962-1993, Anthony d’Offay Gallery, London, 1995, pp. 72-73.
[9] «En mi obra la pintura es fotografía y la fotografía pintura.» VILLALBA, D., “La Pintura como Presencia de la Realidad. 1992”, en Darío Villalba. Paintings 1992. Autobiography of Images, Michael Hasenclever Galerie / Galería Gamarra y Garrigues, Munich / Madrid, 1992, p. 87. En este mismo texto el artista apunta como rasgo sustancial de su obra la búsqueda de «imágenes límite».
[10] Jean François Chevrier ha aportado una completa panorámica de la evolución de Richter en diálogo con los movimientos artísticos contemporáneos. Una de las claves de su diferencia con el fotorrealismo de los años setenta, al que hubiera podido asimilarse su Atlas, residiría precisamente en un “desbordamiento” que permite superar lo fotográfico a partir un substrato íntimo de banalidad que nada tiene que ver con el acabado artístico. No parece casual la proximidad temporal de estas cuestiones con los debates teóricos en torno a la fotografía. «Mientras los fotorrealistas monumentalizan una imagen descriptiva y evitan “un tipo de fotografía demasiado espontánea” (prefiriendo el acabado de las imágenes más comerciales y profesionales), en cambio, Richter busca captar un exceso de descripción. Le atraen mucho más las instantáneas “banales” que las fotografías “artísticas, compuestas”; éstas últimas le parecen “imágenes profundamente empobrecidas, con su juego de luz y sombra, sus armonías y efectos compositivos. En cambio, la foto familiar, donde todo el mundo aparece bien plantado en el centro de la imagen, desborda literalmente de vida”. Ese desbordamiento es lo que le interesa, y es exactamente lo que puede verse en sus cuadros abstractos de 1972 en adelante, después de la serie Ohne Titel (Grün)». CHEVRIER, J. F.: “Entre las bellas artes y los media (el ejemplo alemán: Gerhard Richter)”, en AAVV: Fotografía y pintura en la obra de Gerhard Richter. Cuatro ensayos a propósito del Atlas, MACBA, Barcelona, 1999, p. 173.
[11] El arte-facto de la fotografía sería la generalización del espíritu del ready made sobre el que se ha construido gran parte del arte contemporáneo. Susan Sontag sugiere esta idea en vinculándola con una consumación generalizada de algunos capítulos de la vanguardia en la cultura norteamericana: «Las fotografías son: literalmente artefactos. Pero seducen porque en un mundo abarrotado de reliquias fotográficas también parecen tener la categoría de objets trouvés, involuntarios fragmentos del mundo. Así, trafican simultáneamente con el prestigio del arte y la magia de lo real.» SONTAG, S.: Sobre la fotografía, Edhasa, Barcelona, 1996, p. 79.
[12] Allan Sekula describe esta utilización de la fotografía como marca de “vigilancia” y su transformación de lujo burgués a instrumento “catalogador” en su uso por la policía de Londres a partir 1860: «Nos vemos, pues, ante un sistema doble: un sistema de representación capaz de funcionar tanto honoríficamente como represivamente. Esta doble operación es más evidente en las obras del retratismo fotográfico. Por una parte, el retrato fotográfico hace extensiva, acelera, populariza y degrada una función tradicional. Dicha función, de la que se puede decir que tomó su primera forma moderna en el siglo XVII, es la de proporcionar la presentación ceremonial del yo burgués. La fotografía subvirtió los privilegios inherentes en el arte del retrato, pero sin un equilibrio más extenso de las relaciones sociales estos privilegios podrían reconstruirse sobre nuevas bases. Es decir, se podía asignar a la fotografía un papel adecuado dentro de una nueva jerarquía del gusto. De este modo, las convenciones honoríficas estuvieron en condiciones de proliferar de arriba hacia abajo. Al mismo tiempo el retrato fotográfico empezó a jugar un papel que ningún retrato pictórico podría haber desempeñado del mismo modo preciso y riguroso. Este papel derivó, no de una tradición de retrato honorífico, sino de los imperativos de la ilustración médica y anatómica. Así, la fotografía empezó a establecer y delimitar el terreno del otro, a definir tanto el aspecto general (la tipología) y el caso particular de desviación y patología sociales.» En Indiferencia y singularidad. La fotografía en el pensamiento artístico contemporáneo, MACBA, Barcelona, 1997, pp.140-141. También la obra clásica de Susan Sontag recoge esta idea: «Las fotografías suministran evidencia. Algo que conocemos de oídas pero de lo cual dudamos parece irrefutable cuando nos lo muestran en una fotografía. En una versión de su utilidad, el registro de la cámara incrimina. A partir del uso que les dio la policía de París en la brutal redada de communards en junio de 1871, los estados modernos esgrimieron la fotografía como una herramienta útil para la vigilancia y control de sus poblaciones cada vez más móviles.» En SONTAG, S., op. cit., p. 15.
[13] Para un collage de reflexiones sobre la fotografía en el papel del artificio con que se aborda lo natural puede recurrirse a FONTCUBERTA, J.: Ciencia y fricción. Fotografía, naturaleza, artificio, Mestizo, Murcia, 1998. Más concretamente, en esta obra, el texto de Dereck Bennett hablará de “La coincidencia de Darwin, los zoos y la fotografía”.
[14] “Impreso para la Solicitud del Documento Nacional de Identidad”, Ministerio del Interior, Dirección General de la Policía, Comisaría General de Extranjería y Documentación, Impreso-Solicitud Nº 35252654, España, 1998.
[15] Gombrich detectaba con claridad este problema: «Pero si bien la instantánea fotográfica ha transformado el retrato, ha hecho también ver ese problema del parecido de forma mucho más clara a como lo habían formado las épocas anteriores. Ha traído la atención sobre la paradoja que representa a pesar de la vida en una imagen inmóvil o congelar el juego de rasgos en un instante inmóvil del que nunca hubiéramos sido conscientes en el flujo de los acontecimientos.» GOMBRICH, E. H., “La máscara y la cara: La percepción del parecido fisionómico en la vida y en el arte”, en Arte, percepción y realidad, Paidós, Barcelona, 1983.
[16] La extrañeza ante la propia imagen ha sido explorada en la estética del fotomatón o de la Polaroid. Este campo de pruebas artístico ha liberado una inagotable (cuando no agotadora) producción artística. Para una historia del género es interesante la exposición: Identités de disderi au photomaton, Centre National de la Photographie / Éditions du Chêne, París, 1985.
[17] BARTHES, R.: La cámara lúcida, op. cit. pp. 44 y 45.
[18] En este sentido, Boltanski alude a la pulsión de muerte que describe Barthes como eidos de la fotografía. Esa esencia se realiza paradójicamente en la desaparición del referente, en la ausencia o en la muerte del motivo. Para Barthes esta sería otra modalidad del punctum: «Ahora sé que existe otro punctum (otro “estigma”) distinto del “detalle”. Este nuevo punctum, que no está ya en la forma, sino que es de intensidad, es el Tiempo, es el desgarrador énfasis del noema (“esto-ha-sido”), su representación pura. (...) Este punctum, más o menos borroso bajo la abundancia y la disparidad de las fotos de actualidad, se lee en carne viva en la fotografía histórica: en ella siempre hay un aplastamiento del Tiempo: esto ha muerto y esto va a morir». BARTHES, R. : La cámara lúcida, op. cit., pp. 166 – 167.
[19] Rosalind Krauss describe el proceso histórico de estetización de la fotografía documental al que aludimos: «Decorosamente aislados sobre el muro de la exposición, los objetos pueden interpretarse de acuerdo con una lógica que insiste en su carácter representacional en el seno del espacio discursivo del arte, en un intento de “legitimarlos”.» En KRAUSS, R., “Los espacios discursivos de la fotografía”, La originalidad de las vanguardias y otros mitos modernos, Alianza, Madrid, 1996, p. 148.
[20] En este aspecto reside parte de la crítica que Dubois lanza sobre la idea de analogon en Barthes, que parecería absolutizar el referente. Frente a ello propondrá el concepto de index: «Como index, la imagen fotográfica no tendría otra semántica que su propia pragmática.» DUBOIS, P.: El acto fotográfico, op. cit., p. 51.
[21] Es un clásico en este sentido en texto de OWENS, C., “The Allegorical Impulse. Foward a Theory of Postmodernism”, October, Nº 12 (Spring 1980), pp. 67-86.
[22] Un análisis de esta cuestión y del museo como paradigma del archivo puede encontrarse en: CRIMP, D.: “Sobre las ruinas del museo”, en FOSTER, H. (ed.): La posmodernidad, Kairós, Barcelona, 1985.
[23] Así se ha interpretado el Atlas de Richter en textos como los de Benjamín H. Buchloh, “El Atlas de Gerhard Richter: el archivo anómico”, relacionando este impulso con la obra de otros artistas contemporáneos y con proyectos como el de Aby Warburg, y trazando una genealogía de la estética del archivo. BUCHLOH, B. H. D.: en A. A. V. V.: Fotografía y pintura en la obra de Gerhard Richter. Cuatro ensayos a propósito del Atlas, MACBA, Barcelona, 1999, pp. 147 – 148.
[24] En su calidad de medio, el vídeo, establece una asociación con lo retransmitido, con el origen de su emisión, es decir, actúa como la captura de algo. Esa captura ya no es fotográfica ni cinematográfica, sino un determinado modo de taxidermia del suceso. El mcluhianismo ha estudiado esta faceta del vídeo, su calidad de interferencia por la que genera un contexto propio de recepción. El vídeo concurre a la realidad como una constancia y participa, en este sentido, de la problemática de la fotografía como documento. La imagen, en su génesis videográfica (líneas de definición, composición por puntos, etc.) queda codificada en un artificio provisorio, aporta una información precaria de los hechos. La textura de la imagen, a menudo, dificulta el reconocimiento de los detalles. Es frecuente ver en las emisiones de televisión cómo una cámara se pasea por un escenario de guerra durante unos segundos sin que tengamos tiempo para decodificar la imagen. Asistimos a un caos en el que aparecen cadáveres irreconocibles, el cámara enfoca un detalle que no llegamos a descifrar en el tiempo de exposición que permite el telediario. La construcción de un imaginario del horror a través del vídeo es, por su parte, uno de los temas más significativos en la evolución de este medio. Ahora bien, desde el punto de vista plástico, la precariedad descriptiva es consustancial al soporte, es parte de su aura de documento. Sólo en la medida en que la toma de una cámara de vigilancia aparece distorsionada por las dificultades de su voyeurismo podemos asignar credibilidad a la acción, al “robo” que tiene lugar ante nuestros ojos. Rosalind Krauss ha utilizado el concepto psicoanalítico y parapsicológico de “médium” para explicar el estatuto psicológico del vídeo. Según Krauss, a diferencia de otros géneros artísticos, el vídeo interpone una pulsión narcisista que actúa como entorno psicológico por encima de sus determinaciones materiales. KRAUSS, R.: “El vídeo. La estética del narcisismo”, en Colisiones, Arteleku, San Sebastián, 1996. La versión inglesa en HANHARDT, G. J. (ed.): Video Culture. A Critical Investigation, Video Studies Workshop, New York, 1986.
[25] «Otra forma de decir que el archivo, como impresión, escritura, prótesis o técnica hipomnémica en general, no solamente es el lugar de almacenamiento y conservación de un contenido archivable pasado que existiría de todos modos sin él, tal y como aún se cree que fue o que habrá sido. No, la estructura técnica del archivo archivante determina asimismo la estructura del contenido archivable en su surgir mismo y en u relación con el porvenir. La archivación produce, tanto como registra, el acontecimiento. Ésta es también nuestra experiencia política de los media llamados de información». DERRIDA, J. : Mal de archivo. Una impresión freudiana, Trotta, Madrid, 1997, p. 24.
[26] «El surrealismo está en la médula misma de la empresa fotográfica: en la creación de un duplicado del mundo, de una realidad de segundo grado, más estrecha pero más dramática que la percibida por la visión natural. Cuanto menos retocada, menos artesanal, más ingenua fuera la fotografía, más probabilidades tenía de trasuntar autoridad. / El surrealismo siempre ha cortejado los accidentes, bendecido los imprevistos, elogiando las presencias perturbadoras. ¿Qué podría ser más surreal que un objeto que virtualmente se produce a sí mismo con un esfuerzo mínimo, un objeto cuya belleza, cuyas fantásticas aperturas, cuyo peso emocional serán casi seguramente realzados por los accidentes que le ocurran? Es en la fotografía donde mejor se ha mostrado cómo yuxtaponer el paraguas y la máquina de coser, cuyo encuentro fortuito fue saludado por un gran poeta surrealista como epítome de lo bello.» SONTAG, S.: Sobre la fotografía, Edhasa, Barcelona, 1996, pp. 62-63.


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Jose Llano
Arquitecto, Diseñador de Delitos & Coreografo del Deseo
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