miércoles, julio 25, 2007

[AP] EL PROFETA DE LA NUEVA MELANCOLÍA


EL PROFETA DE LA NUEVA MELANCOLÍA


Jose Luis Brea
SALON KRITIK
Febrero 03, 2007


Algo brutalmente revelador vibra en la inserción, enigmática a fuerza de obscena. Algo que nos atrae no menos que hiere nuestra sensibilidad, como partícipes de un conocimiento cuya explicitación a todos por igual se nos mantiene vedada.

Difícilmente podríamos atribuir el vértigo que su asunción nos provoca a la mera exhibición pública -al mal gusto de tan obscena proclamación- de sentimiento que se supondría tan privado, tan íntimo -si se juzga por el empleo de los first names, como si estuviéramos todos en familia. Puesto que, al fín y al cabo, estamos en familia: y esa familiaridad es habitual en todo ceremonial doliente -hasta el punto de ser el rito de duelo uno de los principales articuladores de lo familiar, de facto. Nada que extrañar, entonces, en el hecho de que don Leo participe a la familia, esta pequeña gran familia del arte, su íntimo pesar por la desaparición de Andy.

Tampoco nos desconcierta excesivamente pensar que Leo pueda estar fingiendo, aún sólo exagerando. Estamos más que acostumbrados -va de suyo, casí diríamos- a la figura del simulador (la plañidera, digamos) en todo ceremonial de duelo. Aparece como imprescindible escenificar lo irreparable de la pérdida: parece haber un lazo estrecho y fuerte entre muerte y máscara, entre sentimiento de duelo y simulación, entre pérdida de objeto -excuso aquí recordar que en análisis freudiano de la melancolía se encamina por la senda del duelo- y comienzo de la representación. Es, tal vez, la sospecha de ese lazo la que origina nuestra inquietud, la que nos acecha obligándonos a pensar que convendría expresarse con más cautela, guardar mayor pudor.

Pero en realidad lo verdaderamente espeluznante, lo que puede provocarnos escalofríos -más o menos dulces- es la evidencia de la finalidad última que la participación de duelo persigue: menos comunicar duelo que hacer publicidad de las íntimas relaciones entre Andy y Leo. O dicho de otra manera, promocionar comercialmente la obra de aquél ya sólo en beneficio de éste.

La ausencia de cualquier intento de disimular que aquello es anuncio y no esquela, que es publicidad -mantiene, de hecho, la misma línea gráfica que todo el resto de la publicidad de la Galería Leo Castelli- en estado puro; que no hay vocación de trasmitir un sentimiento, sino sólo de lo que los propios publicitarios han definido, eufemísticamente, como "comunicación por objetivos".

Y los de Leo parecen bien claros.

En ello, en la evidencia de ello, relampaguea el descaro que nos inquieta, que nos aterra -pero que al mismo tiempo nos cautiva y fascina. Ese cinismo desenmascarado que hoy, por doquiera, se reconoce (peor donde no: es que se oculta) soberano.

Tanto es así que no cabe esperar que nadie seriamente relacionado con el milieu vaya a gastar siquiera en aspavientos de escándalo por la hipócrita esquelita. La razón es obvia: el punto de vista bajo el que ella se inserta encaja perfectamente con la perspectiva que sobre la condición actual de la obra de arte se le suponía a Warhol, el "mago de la mercancía absoluta".

Stuart Morgan, en un magnífico artículo escrito poco antes de la muerte de Warhol -y publicado poco después- reflexionaba sobre la obsesiva preocupación de Andy por el tema de la muerte. Recordaba con cuanta lucidez éste reconocía la convertibilidad de la muerte en valor público, su potencial simbólico de alto rendimiento circulatorio en el mercado de los intercambios (nada parece atraer tanto al medio de comunicación como la muerte, a ambos lados de la pantalla o la foto) que articula el tejido social. A propósito de su incidente -del atentado que sufrió- recordaba un frío comentario: "if I'd gone ahead and died, I'd probably be a cult figure today".

Otro signo mayor y excesivo de nuestro tiempo -no hace mucho desaparecido-, Michel Foucault, escribía en Theatrum Philosopicum: "La muerte es el acontecimiento de los acontecimientos, el sentido en estado puro, el sentido-acontecimiento. Es tanto la punta desplazada del presente como la eterna repetición del infinitivo: Morir nunca se localiza en el espesor de algún momento, sino que su punta móvil divide infinitamente el más pequeño instante: morir es mucho más corto que el tiempo de pensarlo; la muerte no cabe en el espacio de la representación". Para, unas líneas más adelante, añadir: "Grandeza de Warhol con sus latas de conserva, con sus accidentes estúpidos y sus series de sonrisas publicitarias: equivalencia de la muerte en el hueco de un coche reventado, al final de un hilo telefónico en lo alto de un poste, entre los brazos azulados y centelleantes de la silla eléctrica..."

Equivalencia de muerte y vida, de estupidez y pensamiento, en la falta de sentido que sobresalta desde la repetición interminable de "esta lata, este rostro singular sin espesor". Equivalencia de muerte y vida en la falta de sentido, ante la serie sin origen ni dirección, "frente a esa monotonía sin límite que ilumina la propia multiplicidad -sin nada en el centro, ni en la cima, ni más allá ..."

Equivalencia de muerte y vida en la falta de sentido: ¿no es la refulgente certidumbre de ello la enseña misma del pathos melancólico? En Soleil noir: dépression et meláncolie, Julia Kristeva ha escrito: "melancólico es el que rechaza la vida porque ha perdido su sentido. Esa pérdida nos obliga a todos a poner los medios para reencontrarlo: para él, pero también para la civilización entera. Debemos, desde ese punto de vista, preguntarnos: una civilización que ha abandonado "lo absoluto del sentido" ¿no es, por fuerza, una civilización condenada a afrontar la melancolía?".

En pocas palabras: ¿No será ese el verdadero desafío que con su experimentación en el extravío del sentido Warhol ha lanzado contra toda nuestra civilización? ¿No será esa la extraña comunión a la que una de sus últimas series -The Last Supper- nos convoca?

¿Por qué precisamente, para terminar, una "última cena"? No cabe duda de que se trata de una escena crucial, cargada de potencial simbólico para toda la civilización occidental: aquella, precisamente, en que se representa el enigma de la comunicación de los espíritus, el misterio de la co-participación de los sujetos en una misma aventura -la del saber, la del existir. No caigamos en las tópicas interpretaciones que dan cuenta de la escena en términos de antropofagia simbólica -o real- de la figura del padre situándola como fundacional y articuladora de la horda. Y giremos nuestra mirada desde la figura central a la del otro protagonista cuyo gesto se distingue del del grupo -sentado al extremo de la mesa.

La figura del Judas se compone con todos los rasgos iconográficos del melancólico -en respuesta a la acusación de que se le hace objeto. ¿De qué se le acusa -por anticipado? De traición. De traición, para empezar, a la misma escena que se representa, la de la comunión gloriosa de los espíritus más allá de la vida-muerte del individuo. Mientras el resto de la comunidad participa de la euforia subsiguiente a la postulación-revelación de la equivalencia de vida y muerte en la economía simbólica colectiva -el melancólico se mantiene ajeno, incapaz de rentabilizar semejante "revelación" por cuanto a él esa equivalencia le asalta desde siempre y en el plano de lo real, como algo no constitutivo ni de promesa ni de recompensa particular. Al melancólico la revelación de la equivalencia de vida y muerte -para el ser: la espureidad del individuo- no le compensa rendimiento afectivo alguno; él no participa de los afectos de que otros son pasto en tal "comunicación". Al melancólico, su indiferencia -con/a los otros- y la de vida y muerte se le imponen como saber central que sanciona desde siempre su paradójica soledad, su irreversible posición en la falta de sentido. Allí su mirada se tiñe doblemente -y en este doblez la melancolía se deja ver en relación con el sentimiento de lo sublime- de tristeza y gozo, en éxtasis de sí mismo. Para en él, oscilar frenética pero quedamentemente entre los dos polos. Así, en efecto, definía Kierkegaard la -"esa nada que duele", según Pessoa- melancolía: "estado pasional en que el alma queda expuesta a todas las oscilaciones, viéndose violentamente sacudida tanto por lo más insignificante como por lo más sublime".

Por decirlo de otra forma. Al melancólico la verdad de la indiferencia vida/muerte (o pensamiento/estupidez) no le es revelada, como misterio o dogma/enigma, desde el discurso. Por lo tanto, esa "revelación" no le abre al universo del sentido introduciendo lo simbólico en el espacio de la representación -consunción del padre en Su Ley, en el lenguaje-: sino que, al contrario, suspende su espacio.

El melancólico habita la clausura de la representación: para él, ésta carece de sentido, es banal, mero espacio de circulación de efectos carente de origen y finalidad, de dirección y sentido, independiente de ninguna otra economía que la de la pura apariencia, que la de la pura visibilidad. Para el melancólico, todo es apariencia pura, todo está falto de profundidad.

No es extraño que Freud sitúe su ensayo sobre la melancolía entre los escritos metapsicológicos. El problema de la melancolía tiene menos que ver con la economía del deseo o con, digamos, la historia épica del sujeto que con la de la representación: es un régimen diferenciado del pensamiento. Lo fundamental en él no es la pérdida de objeto y la subsecuente desviación de la carga liberada sobre uno u otro sustitutivo; sino que en la melancolía la sustitución se vuelve impracticable: lo que se revela insuficiente es el mismo espacio de la representación -todo juego en él. Si la pérdida de objeto abre el teatro de la representación, la melancolía se produce como su clausura -ante la evidencia de que todo lo que en él se escenifica pertenece igualmente al contingente orden del fantasma. La melancolía no es un afecto, ni siquiera un estado anímico: sino la suspensión de lo anímico, la congelación misma del pensamiento, la habitación del cierre del espacio de la representación. No un "pensamiento", no una figura de éste: sino una velocidad, un régimen del pensar. Es (in)acción -y no estado. Algo que afecta radicalmente a toda la economía de la representación, a toda la relación de la conciencia con el ser, desjerarquizando su organización y desviando sus órdenes hacia el desnudamiento de su condición simulatoria, hacia la puesta en evidencia de su carácter de productividad de apariencias puras

Tampoco es casual que la gran comprensión de la melancolía -además de en el romanticismo: pero allí se entrega demasiado complacidamente a su ceguera, sin reinventir la potencia iluminadora (por claroscuro) de ésta- se haya dado en el barroco. Es a propósito de su análisis del barroco que Walter Benjamin destila sus más precisas meditaciones melancólicas.

Por su parte, Cristine Buci-Glucksman ha escrito: "Todo es mirar y ser mirado; el mundo se convierte en gran teatro, en puro espectáculo -del que se forma parte sólo mirando y siendo mirado, como en un gigantesco panóptico. Ese es el fondo de la melancolía barroca, la reducción del ser a pura visibilidad, un resolverse el mundo en apariencia y simulación, un volverse indistinguibles sueño, ilusión y realidad".

Cualquiera que pretenda pensar los "buenos tiempos" de la Factory, el cuartel del Warhol, la imaginará exactamente como ese gran teatro panóptico en que todo se produce a la vista -en que todo se resuelve en mirar y ser mirado. El célebre dandismo de Warhol tiene sin duda esa nota melancólica por la que el ser (de sujeto u objeto) se reduce a pura apariencia. Y, por extensión, cabe decir que el operativo pop extrae todo su potencial de esa ecuación de equivalencia -que, como Foucault o Deleuze acertaron a establecer, tiene una significación estrictamente metafísica: es decir, imparablemente política- entre ser y parecer, entre todo lo que es y la mera y pura apariencia.

En ese sentido, es bien posible que la mejor herencia del hallazgo melancólico (ser=parecer) del pop se esté gestionando no en ninguno de los recientes neopops, sino en ese tipo de investigación centroeuropea a la que se ha tildado frecuentemente de neobarroca: a saber, la de artistas como Niek Kemps, Jan Vercruysse o Rob Scholte, cuya reflexión se concentra precisamente en la problematización de la visibilidad, en el estudio de la continuidad de apariencia y realidad, de espacio de la representación y del del acontecimiento, en el recurso permanente a estrategias y juegos ópticos para hacer subir la interrogación sobre la virtual frontera entre ilusión y realidad, entre lo que se piensa y lo que es.

Transcribo parte de una de las últimas entrevistas mantenidas por Andy Warhol antes de su muerte -con Paul Taylor:

PT: ¿Qué cambiarías en tu vida si empezaras de nuevo?

AW: No sé ... He trabajado mucho ... La vida es pura ilusión ...

PT: ¿Dices que la vida es ilusión?

AW: Sí, desde luego.

PT: Y entonces, ¿Qué es lo Real?

AW: No tengo ni idea ...

PT: Hay gente que sí que la tiene ...

AW: ¿Ah, sí?, ¿De veras?

PT: Bueno, hablando en serio. ¿Dices realmente en serio que la vida es ilusión o mañana vas a decir lo contrario?

AW: No sé. De todas maneras, me gusta eso de poder mañana decir todo lo contrario, sí ...

Sobresaltada conciencia de lo poco de realidad que estructura lo real mismo, conciencia de la interpenetración respectiva de lo imaginario y el ser. Conciencia de la insostenible levedad de éste, en su contingencia equivalente al inane lenguaje, nada flotando en el vacío que configura su único "más allá". Como en Hamlet, todo el resto es silencio: nada sino juego es el lenguaje -todo puede ser contradicho, toda exploración de la paradoja es lícita (incluso obligada).

Como en Hamlet, todavía, el melancólico es el sujeto que soporta la conciencia de su falta de entidad -ser a no ser: esta es la equivalencia-, de su constituirse en lo precario, en el mero fantasma, en otredad fugitiva.

"Alienación de sí, semejante a la que acontece en el gozo o en la muerte": retrato benjaminiano del melancólico (en el caso, cómo no, Baudelaire.

En su obligada Anatomía de la melancolía, Richard Burton proponía como lema mayor del melancólico un explícito "PARVUS SUM, NULLUS SUM". Cristine Buci-Glucksman puntualiza el estado melancólico como una conciencia de "ser otro, siempre otro, multiplicado y enmascarado". ¿Acaso no es esa conciencia-de-sí la que buena parte de los artistas post-warholianos están poniendo en escena? Cindy Sherman ha declarado: "En el espacio de la representación, uno es siempre otro". Todo su trabajo -y el de apropiacionistas melancólicos como Sherrie Levine o Philip Taffee- viene a ser una reflexión explícita sobre ese extravío y descentramiento del sujeto, sobre ese estatuto del que se conoce a sí mismo como siendo siempre otro, lugar en la serie, desarticulado en una secuencia de fragmentos probablemente perteneciente a una totalidad imaginaria irrecuperable, irremisiblemente perdida, sueltas fotos fijas de un largometraje olvidado, irreconstruible.

Dulce y embriagada posición del sujeto no anclado a ninguna organización fuerte, integral. Posición desgarrada, en que el sujeto se resquebraja entre dos fraudes: el del objeto y el de sí propio.

En Duelo y melancolía, Freud rotura con precisión la brutalidad de esa desgarradura entre dos decepciones que marcan el doble tono del "estado melancólico": por un lado pérdida de objeto (como en el duelo: pérdida de realidad, frustración, pues, ante el exterior); por el otro -y ello es lo específico de la melancolía- frustración de sí propio, en la insuficiencia del yo (fracaso del narcisismo en su incapacidad de proyección, de sustitución de objeto).

¿Qué mejor expresión podría ese desgarro encontrar que la patética petición -no se sabe a quién dirigida- de Jenny Holzer: "PROTECT ME FROM WHAT I WANT"?

Si aún de su deseo es preciso protegerle, qué queda ya del yo, en que se resuelve su existir -sino en puro desfile de máscaras, en extraviado paseo del simulador ..

1985. Andy Warhol realiza en la discoteca Area, de New York, una performance consistente en exhibirse él mismo en una de sus vitrinas. Impresiona su rostro mudo.

Desde el otro lado del cristal, el artista proclama su equivalencia -en un orden del consumo fundado en la hipervisibilidad de la mercancía- a cualquiera de los otros objetos exhibidos en similares vitrinas (utilizadas para fines comerciales, publicitarios).

Afirmación de un estatus objetual -Warhol como el hombre objeto por excelencia- del sujeto. Certificado de su liquidación: no sólo en el sentido de pérdida de toda solidez; también en el de saldo a precio rebajado como mero bien de consumo.

En el artículo antes referido, Stuart Morgan escribía: "A strong desire for fame must culminate in a death wish". Deseo o compulsión de muerte que se materializa como obscena homologación al objeto en el régimen posindustrial de las sociedades de consumo -régimen asentado en la hipervisión de la mercancía.

Repítase hasta el hastío una botella de cocacola, un bote de sopa, una obra de arte, un personaje cualquiera -Mao, Marilyn, Lenin, cualquiera de los "hombres más buscados del mundo"- : todo se transforma y deriva en lo mismo, todo desciende al mismo rango. Todo acaba por reducirse, por virutd de una regla mayor -reguladora de la totalidad del campo de la industria de la conciencia- que tiene en la serialidad y en la hipermostración -rasgos distintivos, a la postre, del simulacro posmoderno- a lo mismo. A la misma falta de sentido, a la misma vida póstuma extraviada de origen y destino, al sólo valor por el potencial circulatorio ostentado.

Es indudable que la conciencia de ese devenir en la falta de sentido -por lo que se refiere al micromundo de lo artístico- inducido por la gestión mediática de la experiencia, tiene en Warhol su profeta y expresión mayor. Y una puesta en escena de ella heredera en Koons, Steimbach o, por citar un caso más complejo, General Idea -en todo el commodity art, en última instancia.

Lo que en todas estas tardías gestiones del hallazgo warholiano se ensaya vuelve a ser la estrategia fatal definida por Baudrillard "siguiendo los caminos inexorables de la indiferencia prefigurados en la mercancía absoluta de Baudelaire: la obra de arte respondiendo a la confrontación a que con la mercancía le fuerza la época moderna y convirtiéndose, en respuesta, en más mercancía que la mercancía".

Así, Warhol en su escaparate (observen, insisto, su rostro, su intranquilidad, su -si se me permite- conciencia lúcida de lo que allí se cumple).

Con todo, hay que decir que no es ésa la unica línea de respuesta estratégica que el artista actual ofrece a la toma de conciencia del destino indiferenciado -a la mercancía- de la obra.

Hay otras estrategias, más oblicuas, más tangenciales -que ni confrontan frontalmente o perseveran en una voluntad de diferenciación insostenible con la mercancía ni se entregan buenamente a la mera ecuación de equivalencia e identificación: todas ellas habitan un territorio melancólico, asentado en la conciencia del extravío de su sentido. El, digamos, territorio Warhol.

Y, desengañémonos, ni va a ser fácil abandonar ese territorio ni sencillo -como Baudrillard (siempre con prisas) querría- olvidar a Benjamin:

"éste deduce de la pérdida del aura y el supuesto de la autenticidad del objeto en la era de la reproductibilidad una determinación desesperadamente política que remite a una modernidad melancólica".

Por supuesto. En una modernidad melancólica de hecho, y entregándose a una ciertamente desesperada fantasía política se desarrollan todas las más interesantes líneas estratégicas de investigación en el campo artístico desarrolladas en nuestra era postwarholiana.

Sea dicho. Y que el teórico empiece a visitar la obra del artista radical -o si prefiere quedarse en su casa y sólo saber del artista mediano, no vocee diagnósticos sobre una investigación la dirección de cuyas puntas ignora.

Melancólico reconocimiento del poder regulativo del valor estético de los dispositivos de difusión pública en los lienzos de Simon Linke -en los que la propia obra se pierde a sí misma para ceder todo su espacio al dispositivo que la publicita.

Melancolía en el reconocimiento de la condición actual como una de siempre aplazado desahucio de la ambición emancipatoria moderna -"mi obra es acerca de la difícil muerte de la modernidad" [Sherrie Levine]- que había cifrado en el campo estético su postrer esperanza, perdida ya la confianza en que ciencia o política le ofrecieran tierra firme en que levantar un sujeto íntegro, seguro, realizado.

Melancolía por cuanto la certidumbre del cambio de significación de la figura de la muerte del arte -desde una utópico-revolucionaria hasta la actual tecno-comunicativa, que ya no dice otra cosa que la pobre estetización de lo cotidiano que, por extensión de la esfera de los media nos concierne- deja en suspenso todo un haz de anhelos cuyo mantenimiento postulatorio es el único recurso -incluso epistemológico, si se quieren palabras mayores- capaz de legitimar una comprensión verdaderamente secularizada de la tarea y la significación del arte, de la experiencia artística.

En todo caso. Es preciso apartar cualquier tono apocalíptico, desechar cualquier verborrea que atufe a moribundias -como ha escrito Derrida. Aún no habiendo otro horizonte a la vista que el crepúsculo de todas las ilusiones -esa medialuz arrojada por un saturnino sol negro, como el pintado por Philip Taffee, que nos sigue invitando a un rebasamiento incluso sin ofrecernos los instrumentos para efectivamente pensar ningún más allá ...

Como quiera que sea, apenas cabe imaginar alguna conciencia al mismo tiempo satisfecha y honesta. Si algún espectáculo verdaderamente detestable nos ofrecen nuestros días, ése es el de los artistas jubilosos de su éxito -rufianes enfatuados en un cinismo que consideran apasionante para, no sin avidez irónica, habitar plácidamente el dominio del consumo en régimen de hipermostración que se les ofrece como destino fatal: sin encararle ni aportar nada en él, solazándose en la total pérdida de sentido de la obra y, por consecuencia, de su tarea.

Frente a esa facilona e hipócrita actitud, cobra mérito la opuesta que se reclama desesperadamente rigor, que relanza su voluntad de construcción del mundo desde una intensa pasión de orden, de medida -no se olvide que la pasión de orden es uno de los síntomas clásicos del melancólico, cuya iconografía incorpora sistemáticamente elementos de referencia tanto al tiempo como al número y la forma (un compás, una tabla numérica, ...), representando su ansia por reconocer en el mundo la medida de un orden, de un principio de inteligibilidad absoluta. Ahí se comprenden bien las nuevas corrientes geométricas.

Pues, de cualquier forma, es evidente que ninguna voluntad de utopía, ninguna pasión de hacer todavía el mundo a la medida o el orden de una inteligibilidad, puede ya dar paso a planteamientos ingenuos, universalizantes, globalizadores. El sueño del orden se extinguió, y al melancólico no le queda sino errar entre los fragmentos apilados -para relatar su dificultad, su más noble inviabilidad, su fracaso glorioso.

Es esa conciencia melancólica la que -como ha señalado Hal Foster- lleva a Philip Taaffe o a Sherrie Levine a fijarse, en sus apropiaciones, en movimientos que ya en su primer round obtuvieron pública sentencia de fallidos -como el op, el cinetismo: de hecho, cabe decir que el neogeo ha disfrutado su fracaso antes que su éxito (de hecho, el fracaso ha sido su único éxito, diríamos).

Se comprende así muy bien el paso -obligado por la evidencia del desvanecimiento de la ilusión de trasparencia del mundo y la experiencia- desde la pasión de utopía que irradiaba el ultimo cuadro de Malevich hasta las investigaciones atópicas sobre un hipotético grado cero del espacio de la representación en Vercruysse.

Al fín y al cabo, de aquella promesse de bonheur que todo un ciclo cifraba en el arte nada queda en pie: el sujeto abandonado a lo precario de su insustancialidad y el espacio de la representación a su insignificancia, a su cierre estéril.

Lejos ya de aquella ultima Promesa -que aún conservaba la cifra de otra mesiánica anterior: la de "una vida eterna más allá de la vida"- la única promesa que los nuevos rituales del arte ofrecen a cualquier participante es la aventurada por Warhol: "en el futuro, todo el mundo será famoso durante quince minutos".

De la eternidad gloriosa a quince minutos de fama: es ya la escala, y no meramente la cantidad, lo que se ha trastornado.

Y, honestamente, ¿Quién que acierte a leer en esa última promesa su destino en lo poco del ser puede, al mismo tiempo, cifrar en ella un programa, un proyecto, una estrategia desplegada para alcanzar alguna felicidad mayor, más intensa -que no traduzca un mero y "lamentable bienestar"?


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Jose Llano
editor aparienciapublica
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