Trazando el territorio: La arquitectura emergente de Vicente Guallart (I)
La singular trayectoria de Vicente Guallart puede situarlo en los limites de la arquitectura: levanta montañas en vez de bloques de viviendas, Media Houses que fomentan la interacción digital en vez de casas con dormitorios y cocinas convencionales. Nacido en Valencia, una ciudad que durante la mayor parte del siglo XX estuvo fuera de los principales circuitos de producción arquitectónica, Guallart optó por diseñar edificios que, para muchos, no parecen edificios. Desarrolla proyectos no sólo en su ciudad natal, sino también en localidades costeras de Cataluña y Taiwán. En ocasiones, Guallart huye de los deberes asociados a su profesión y vuelca todas sus energías en producir guías digitales, dirigir proyectos de investigación, participar en experimentos en colaboración electrónica, o incluso subsumir sus propios diseños en proyectos colectivos. Sin embargo, en este texto argumentaré que Vicente Guallart no es un arquitecto de la vanguardia propia del siglo XX, sino un miembro activo de una corriente denominada “arquitectura emergente”. El trabajo de Guallart puede parecer raro, pero no es más que su forma de reaccionar ante la naturaleza que rodea a los seres humanos.
La de Vicente Guallart es una arquitectura emergente. Este término tiene su origen en el mundo del diseño asistido por ordenador; dentro de esta disciplina, los arquitectos creen que su única labor es la de ordenar las múltiples posibilidades que los programas informáticos extraen de las formulas que los programadores han creado con el objetivo de imitar el desarrollo natural. Para Guallart, el término es más amplio, puesto que incluye todos y cada uno de los procesos que determinan que su trabajo surja de estructuras físicas y sociales, tanto reales como digitales. Guallart es un arquitecto que no se considera un hacedor de edificios aislados, sino un investigador que pretende que la arquitectura se nutra de la naturaleza que nos rodea.
Este es, parcialmente, el resultado de un análisis de la actitud de Guallart en la actualidad. El arquitecto opera en un campo arquitectónico que está cada vez más fracturado, tanto en su naturaleza como en su producción. Los arquitectos trabajan por todo el mundo y diseñan proyectos a partir de los abstractos campos de datos que dibujan las pantallas de sus ordenadores. Sus obras forman parte de complejos proyectos financieros y políticos, y los planos sobre los que trabajan habitualmente son sólo la capa más superficial, la superestructura que reviste una inversión en infraestructura y configuración funcional. El trabajo de los arquitectos está tan determinado por las decisiones de banqueros, de burócratas que interpretan los códigos de edificación y de ingenieros mecánicos como por el influjo de las tradiciones arquitectónicas.
Dentro de esa tradición, hay un elemento que todas las generaciones de arquitectos, Guallart incluido, han salvaguardado: la extraordinaria capacidad de la arquitectura para situarnos en un universo que es mucho más vasto de lo que podemos llegar a comprender con nuestros sentidos. Tiene esa habilidad porque, como un mandala (el símbolo indio del cosmos) o una aedicula (la estructura occidental de cubierta piramidal que descansa sobre cuatro postes, como el baldacchino papal o la chupa donde se celebran los matrimonios judíos), crea un centro que definen las cuatro direcciones de los vientos y asume una universalidad geocéntrica. La arquitectura tiene otros recursos para darnos sensación de centralidad: utiliza ciertos elementos estilísticos como columnas o pedimentos, o referencias a fachadas para situarnos en un continuo histórico, o, sencillamente, sirve de marco a las vistas que nos ofrece un determinado edificio. Independientemente de las técnicas o combinaciones que emplee, la arquitectura tiene el poder de hacernos sentir que estamos en un lugar y que pertenecemos a él. En realidad, probablemente, esa sea la principal función de la arquitectura: convertir el espacio en lugar, y hacerlo de tal manera que, no quedándose en lo físico, abarque una dimensión mental y espacial de pertenencia.
La arquitectura es una forma de práctica espacial que nos coloca en el mundo de acuerdo a una serie de convenciones y reglas, similares a las del lenguaje o la propia ley. Es una forma de apuntalarnos en el tiempo y en el espacio, y de garantizarnos una continuidad de aceptación de la realidad que revalidamos cada vez que construimos una nueva estructura. Al mismo tiempo, a pesar de situarnos en un lugar, la arquitectura también tiene el poder de reestructurar y desestabilizar. Puede reemplazar y desplazar, puede crear otro lugar, uno nuevo desconocido hasta entonces. Por eso mismo, por esa capacidad suya de crear otros lugares y proporcionarles una ubicación o visibilidad, la arquitectura puede construir una alternativa crítica al mundo en que vivimos. Esto es, de hecho, lo que hacen los mejores arquitectos, quienes se distinguen de los que sólo construyen estructuras útiles. Vicente Guallart pertenece al primer grupo.
En los últimos años, la profesión ha evolucionado, y ahora los arquitectos tienen a su disposición nuevas herramientas que les permiten ejercer esa crítica a niveles o formas ataño inaccesibles. Desde la llegada de las nuevas comunicaciones y las herramientas informáticas, los métodos de trazado de las estructuras son cada vez más efímeros, más complejos, e incluso podría decirse que más fundamentales. Ahora ya no se trata de situarse en un campo geométrico, religioso o cultural, sino en un continuo que, como en el documental Powers of Ten (1977) que Charles y Ray Eames filmaron al principio de esta nueva era, se extiende y fluye sin interrupciones, partiendo de lo microscópico para llegar a comprender el universo en su totalidad. El avance de las técnicas, que permiten a los arquitectos encontrar su lugar en un campo mucho más amplio y de compleja definición, coincide con la disipación tanto del individuo como de la sociedad que les define. En un mundo en el que el yo se ha dividido en id, ego y superego (o cualquier otra división que se quiera elegir), en el que ha aparecido una distinción fundamental entre el universo que podemos conocer con nuestros sentidos y el que podemos comprender con nuestro esfuerzo intelectual, y en el que nos hemos dado cuenta de que incluso lo que considerábamos una relación fundamental del yo con un cuerpo existente en el tiempo y en el espacio, y de ese cuerpo con una estructura social cohesiva en la que podría reflejarse y definirse, es una construcción o ficción social, necesitamos maneras más fundamentales y flexibles de expresar en nuestro mundo lo que pensamos de nosotros mismos.
Las técnicas que uno podría emplear para conseguirlo son muchas. Algunos arquitectos se centran en la apropiación de la imaginería de la publicidad y el seguimiento de datos resulta en la disolución –que, tarde o temprano, siempre ocurre– de prácticamente todos los objetos. Otros se aferran a una capitulación reaccionaria con la construcción de viviendas que se postulan como auténticas, pero que casi de inmediato nos parecen obvias debido a la aplicación de materiales preindustriales. Sin embargo, entre la disipación y la desaparición de la forma residen una serie de técnicas que son el principio para definir un nuevo campo de acción para la arquitectura. Esta área está compuesta de varias formas de medición, deformación o reformación, y se prolonga por una extensión más o menos abstracta de campos geológicos, biológicos, semióticos y de otros ámbitos científicos que durante mucho tiempo han asistido de manera implícita a la práctica de la construcción de edificios. Del mismo modo, dado que la construcción siempre ha existido en la intersección entre principios mecánicos abstractos y la imaginería, las narrativas y la cohesión formal que hacen legibles todo sus datos –un lugar que hemos acordado denominar “arquitectura”–, esta última versión de la arquitectura sólo existe gracias a su habilidad para hacer uso de las técnicas narrativas que le permiten dar una forma evocadora a las conclusiones de análisis y extrapolaciones. En otras palabras, la arquitectura tiene que contarnos una buena historia, mostrarnos una imagen reconocible o crear un edificio icónico. Debe hacerlo para despertar recuerdos sociales y personales, es decir, es su deber que cuando el espectador vea sus obras encuentre algo familiar en ellas.
Ante este reto, los arquitectos han intentado definir una metodología factible para la arquitectura y, para ello, no se han limitado a observar formas basadas en las leyes de la geología, la biología y el lenguaje, sino que han ido más allá, y han estudiado cómo se manifiestan esos principios, es decir, han diseñado edificios que tratan de parecer paisajes, flora, fauna o signos. Esta corriente responde al nombre de “arquitectura emergente”, un término cuyo origen se desconoce. Es la brújula de esos arquitectos que creen que, en ese campo de exploración, es mejor no ejercer la arquitectura como un profesional que impone una estructura abstracta, salida de la nada, sobre un lugar virgen, sino como alguien que examina y, con toda probabilidad, manipula las formas de organización de la biología, la geología, las estructuras sociales o incluso de los propios programas informáticos. Alguien que imita la forma en que crecen las plantas o cómo se acumulan los estratos geológicos. Alguien que estudia cómo se mueven y cómo se agrupan los seres humanos y traduce todo eso en el espacio. Alguien que ve la arquitectura como un orden que nace del comportamiento de la materia que fluye hacia puntos de atracción y que encuentra sus formas en la tensión existente entre múltiples polos –una verdad fundamental de la física que la arquitectura examina en su intento de encontrar sus formas entre las distintas demandas que plantea el espacio–. Alguien que enciende el ordenador y le dice a un programa que traduzca unos datos abstractos cualquiera (los requisitos funcionales, los códigos de edificación, la dirección del viento, la prevalencia de cierto color en el vecindario), los formule y luego presiona la tecla “Imprimir” cuando considera que ya ha conseguido lo que quería. Vicente Guallart se inscribe en esta corriente emergente y combina muchas de estas estrategias.
Las técnicas que Guallart ha elegido vienen determinadas por el contexto en el que ha sido educado y en el que ha decidido trabajar. Barcelona tiene una tradición arquitectónica más consolidada que cualquier otra ciudad del mundo en la construcción de edificios que parecen estar en continuo crecimiento. En gran medida, esa tradición tiene su origen en las singulares condiciones que concurrieron en la configuración de la ciudad a finales del siglo XIX y que produjeron el florecimiento de la forma (tanto literal como figuradamente) en la obra de Antoni Gaudí, Josep Maria Jujol y Lluís Domènech i Montaner. Como ocurrió en muchas otras ciudades industriales de la época, esta arquitectura reflejó un intento por recapturar la lógica del espacio tanto en un sentido cultural como geográfico. El balbuciente nacionalismo defendía una comunidad de absoluta unidad y, al mismo tiempo, el vaivén migratorio generalizado y el poder del Estado desenmascaraban esa ficción. Una fe renovada buscaba crear una verdad de orden superior basada en una amalgama de todas esas creencias. Y artistas de todo tipo de disciplinas trataban de consolidar esas campañas de llamamiento a la población autóctona en la flora, la fauna y la geografía de esa zona específica. Barcelona se distinguió de Budapest, Helsinki o Londres por su trasgresión: las formas se llevaron a extremos inimaginables en el terreno de la arquitectura (en oposición a la música, por ejemplo, o a la escritura). La construcción de bloques de apartamentos que imitaban la montaña de Montserrat, erosionada por la acción del Mediterráneo, o una catedral que no era sino una versión urbana de esa misma formación geológica le dieron a esta ciudad de nuevo trazado, un sentido de emplazamiento del que carecían otras jóvenes capitales de expansión capitalista.
Casi un siglo más tarde, se produjo una situación similar: el nacionalismo renacía y Barcelona planificaba los Juegos Olímpicos. Los arquitectos de la ciudad lideraron una investigación geomórfica que sirvió de base para el trabajo posterior de Guallart y de otros arquitectos. Concentrada en la revista Quaderns d’arquitectura i urbanisme del Colegio de Arquitectos de Cataluña, esta investigación pretendía relacionar estructuras urbanas aparentemente dispares con la configuración del terreno. La casi imperceptible inclinación de la tierra en una zona que todo el mundo consideraba llana y sobre la que se alzaba la ciudad, la relación existente entre los ríos que flanquean la ciudad al norte a al sur, y la aparición de un nuevo paisaje de viviendas en el valle de El Vallès, más allá de las colinas que tradicionalmente habían definido los límites de Barcelona, condujeron a una redefinición de la morfología urbana.
En algunos de los edificios construidos para los Juegos Olímpicos latían las conclusiones de esta investigación, sobre todo, en las inserciones geomórficas diseñadas por Enric Miralles y Carmen Pinós para el pabellón de tiro con arco (1990-92) y, unos años antes, para el cementerio de Igualada (1985-91). Y este tipo de arquitectura empezó a calar en el trazado urbano del área de Barcelona e impulsó un programa de replanificación que, en muchos lugares, hizo invisibles las redes de vías rápidas, y de distribución de un pequeño sistema de servicios urbanos repartido por toda la ciudad. Empezó a surgir un nuevo estilo que miraba hacia a los experimentos organicistas de finales del siglo XIX y que trataba de abstraer lo que arquitectos como José Luis Mateo comenzaron a reconocer como la geología humana de la ciudad, a saber, su acumulación de bloques de pisos de la misma altura del Plan Cerdá, de formas partidarias de las nuevas tecnologías y de otros tipos de vivienda. El acto de abstracción dejó estrías e incisiones que se convirtieron, junto con un collage de distintos materiales deformados y amontonados, en los distintivos de la corriente arquitectónica de Barcelona en las décadas ochenta y noventa.
Sin embargo, estas nuevas propuestas arquitectónicas no fueron únicas. En Europa y fuera de ella los arquitectos empezaban a plantearse de nuevo la pregunta: ¿Cómo construir con el lugar y no sobre el lugar? En vez de volver sobre las ficciones históricas de la arquitectura regional o sobre “estructuras profundas” completamente abstractas (los extremos que separaban a los últimos modernistas y los posmodernistas y entre los que se habían batido en el campo de la arquitectura a finales de la década de los setenta y principios de los ochenta), esta nueva generación buscaba encontrar y desplegar las formas inherentes al lugar. Para ellos, la arquitectura era, al cincuenta por ciento, infraestructura e icono, arquitectos tan distintos como Antoine Predock, Emilio Ambasz, Jean Nouvel, Rem Koolhaas y Arata Isozaki empezaron a construir edificios que parecían verdaderos espectáculos en movimiento. Por su parte, algunos de sus alumnos y colaboradores empezaron a interesarse por métodos que permitieran hacer esa arquitectura del espectáculo más específica y rica, mientras que otros se centraron en el estudio de nuevas tecnologías informáticas para ampliar sus registros. Este último grupo incluía a blobists y defensores de la arquitectura orgánica como Greg Lynn y Lars Spuybroek, y en el primero se inscriben muchos diseñadores holandeses como UN Studio, Neutelings Riedijk y MVRDV, quienes tuvieron una gran influencia a finales de los noventa.
Muchas de estas imágenes e influencias quedaron recogidas en la exposición HiperCatalunya, que se celebró en 2004 en el Museu d’Art Contemporani de Barcelona (MACBA) y que fue una suerte de manifiesto firmado por Guallart y los de su generación. El análisis territorial de la exposición confiaba en la extracción de datos, la cartografía digital y las herramientas de análisis de compuestos que el ordenador ponía a su disposición para crear campoos que los diseñadores podrían extrapolar a futuros proyectos para la región. No tenían porqué ser necesariamente edificios u otros elementos tradicionales de la arquitectura y sus disciplinas aliadas, sino formaciones neogeológicas o neosociales destinadas a tomar como base el campo analítico. Había proyectos, con una leve pátina de ciencia-ficción, que imaginaban la Cataluña del futuro. Había hasta pesadillas de un urbanismo desenfrenado que cubría hasta el último milímetro de cada espacio abierto, aunque en la mayoría de los casos, la exposición se centraba en elementos icónicos que eran versiones artificiales de la naturaleza o estructuras para vivir, o ambas.
Guallart ya llevaba varios años trabajando en esa línea antes de participar en HiperCatalunya. Mientras ejercía como arquitecto de proyectos para Mateo, entre 1989 y 1992, fundó una empresa independiente que recopilaba información sobre la arquitectura y el paisaje, primero en Barcelona y luego en otras ciudades. Guallart veía este esfuerzo como una prolongación de su propia investigación y también como una alternativa rentable que le serviría para el diseño de futuros encargos. Con la irrupción de Internet, que arrastraba enormes cantidades de datos, este esfuerzo se quedó obsoleto, pero Guallart reaccionó con rapidez y se lanzó a explorar las posibilidades de la investigación y experimentación colectiva en Internet. Buscó colegas en el Media Lab del Massachusetts Institute of Technology de Cambridge (Estados Unidos) y en otros laboratorios de experimentación, e inició una exploración –todavía en curso– de las formas, técnicas, herramientas e imágenes que pueden convertir la información física en datos y a éstos últimos en formas físicas. El método de trabajo era especialmente importante para Guallart: no quería investigar de manera aislada sino colectivamente y en torno a un proyecto común, como ya se venía haciendo en el sector empresarial y en las instituciones académicas. El resultado de la investigación fue Media House (2001), un prototipo de estructura interactiva cuyo objetivo era obtener una cartografía de la trayectoria de las neuronas que crean mapas mentales, que desarrolló junto a Neil Gershenfeld y Enric Ruiz Gell. Dio un paso más en Barcelona (1998) con el Web Hotel, una instalación en la que los visitantes podían utilizar la web para acceder a un hotel virtual, para el que Guallart había diseñado una réplica física que no era más que un andamio cubierto de un material translúcido.
Esta investigación propició, en 2004, la fundación del Institut d’Arquitectura Avançada de Catalunya (IAAC), que Guallart lidera junto a Manuel Gausa y Willy Müller y que hoy día sigue siendo el epicentro de la investigación teórica y académica del arquitecto valenciano.
Guallart continuó la investigación que inspiró HiperCatalunya en libros como Geocat (2005), en el que analiza la complejidad de la geografía de Cataluña, de distintos contornos no sólo físicos sino también económicos e incluso ideológicos. Tras analizar la geografía catalana, Guallart, sus alumnos y colaboradores propusieron alternativas al imperante desarrollo urbanístico que aislaba, en distintas zonas, el turismo, la industria y la vivienda. Guallart también colaboró en revistas como Verb y coescribió Metápolis. Diccionario de arquitectura avanzada (2003), una colección de aforismos sobre esta disciplina. Simultaneaba esta actividad teórica con otra más práctica: hacer valer la aplicabilidad de esos nuevos métodos de trabajo en una dimensión arquitectónica más o menos tradicional. Después de todo, él se formó como arquitecto en Valencia –se licenció en 1989– ,y su trabajo no podía quedarse en el campo de la teoría o de la enseñanza, esa faceta era sencillamente inevitable en la nueva arquitectura emergente. Para Guallart y muchos de sus contemporáneos, la investigación y el desarrollo no eran meros pasos previos a la arquitectura –todos ellos creían en su importancia y no renunciaban a ellos– sino su punto de partida.
Los resultados más concretos (de nuevo, literal y figuradamente) de tales investigaciones fueron dos casas construidas entre 1996 y 2004. En la primera, Metapolitan Loft, situada a las afueras de Valencia, Guallart se propuso poner en práctica todas las teorías que había desarrollado hasta entonces. Se partió de una caja sencilla: la casa redujo su estructura espacial a sus formas más elementales, las de un cubo que contenía una vivienda tipo loft. Esta máquina para vivir ultramoderna estaba muy apegada a su entorno, que contemplaba a través de un gran ventanal, y al que rendía homenaje en un tejado cuyas ondulaciones y distintas plantas representaban una versión artificial del paisaje circundante.
Guallart dio continuidad a esta idea en un edificio similar en las afueras de Barcelona: la Hortal House. Aquí dejó la estructura exterior lo más inacabada posible para que fuese ella la que contara la historia de su construcción, como parte de la constante transformación de esta colina rocosa, antaño escenario de campos agrícolas y en la actualidad un lugar para el disfrute de ese mismo paisaje. Como en la primera casa, el tejado de la Hortal House fue el lugar elegido para construir una versión abstracta de la vegetación, las plantas y la geografía locales. Una tercera estructura, la House of the Seven Summits (Casa de las siete cimas), trasladó estas cuestiones locales a una dimensión global al incorporar referencias a las siete cumbres más altas del mundo que el propietario de ésta pretendía escalar. Las cumbres se tradujeron en proporciones matemáticas dentro de la compleja distribución del espacio de la casa, ya que a medida que uno va subiendo escalones las habitaciones se hacen cada vez más bajas y coloridas. Este proyecto todavía está inacabado.
La de Vicente Guallart es una arquitectura emergente. Este término tiene su origen en el mundo del diseño asistido por ordenador; dentro de esta disciplina, los arquitectos creen que su única labor es la de ordenar las múltiples posibilidades que los programas informáticos extraen de las formulas que los programadores han creado con el objetivo de imitar el desarrollo natural. Para Guallart, el término es más amplio, puesto que incluye todos y cada uno de los procesos que determinan que su trabajo surja de estructuras físicas y sociales, tanto reales como digitales. Guallart es un arquitecto que no se considera un hacedor de edificios aislados, sino un investigador que pretende que la arquitectura se nutra de la naturaleza que nos rodea.
Este es, parcialmente, el resultado de un análisis de la actitud de Guallart en la actualidad. El arquitecto opera en un campo arquitectónico que está cada vez más fracturado, tanto en su naturaleza como en su producción. Los arquitectos trabajan por todo el mundo y diseñan proyectos a partir de los abstractos campos de datos que dibujan las pantallas de sus ordenadores. Sus obras forman parte de complejos proyectos financieros y políticos, y los planos sobre los que trabajan habitualmente son sólo la capa más superficial, la superestructura que reviste una inversión en infraestructura y configuración funcional. El trabajo de los arquitectos está tan determinado por las decisiones de banqueros, de burócratas que interpretan los códigos de edificación y de ingenieros mecánicos como por el influjo de las tradiciones arquitectónicas.
Dentro de esa tradición, hay un elemento que todas las generaciones de arquitectos, Guallart incluido, han salvaguardado: la extraordinaria capacidad de la arquitectura para situarnos en un universo que es mucho más vasto de lo que podemos llegar a comprender con nuestros sentidos. Tiene esa habilidad porque, como un mandala (el símbolo indio del cosmos) o una aedicula (la estructura occidental de cubierta piramidal que descansa sobre cuatro postes, como el baldacchino papal o la chupa donde se celebran los matrimonios judíos), crea un centro que definen las cuatro direcciones de los vientos y asume una universalidad geocéntrica. La arquitectura tiene otros recursos para darnos sensación de centralidad: utiliza ciertos elementos estilísticos como columnas o pedimentos, o referencias a fachadas para situarnos en un continuo histórico, o, sencillamente, sirve de marco a las vistas que nos ofrece un determinado edificio. Independientemente de las técnicas o combinaciones que emplee, la arquitectura tiene el poder de hacernos sentir que estamos en un lugar y que pertenecemos a él. En realidad, probablemente, esa sea la principal función de la arquitectura: convertir el espacio en lugar, y hacerlo de tal manera que, no quedándose en lo físico, abarque una dimensión mental y espacial de pertenencia.
La arquitectura es una forma de práctica espacial que nos coloca en el mundo de acuerdo a una serie de convenciones y reglas, similares a las del lenguaje o la propia ley. Es una forma de apuntalarnos en el tiempo y en el espacio, y de garantizarnos una continuidad de aceptación de la realidad que revalidamos cada vez que construimos una nueva estructura. Al mismo tiempo, a pesar de situarnos en un lugar, la arquitectura también tiene el poder de reestructurar y desestabilizar. Puede reemplazar y desplazar, puede crear otro lugar, uno nuevo desconocido hasta entonces. Por eso mismo, por esa capacidad suya de crear otros lugares y proporcionarles una ubicación o visibilidad, la arquitectura puede construir una alternativa crítica al mundo en que vivimos. Esto es, de hecho, lo que hacen los mejores arquitectos, quienes se distinguen de los que sólo construyen estructuras útiles. Vicente Guallart pertenece al primer grupo.
En los últimos años, la profesión ha evolucionado, y ahora los arquitectos tienen a su disposición nuevas herramientas que les permiten ejercer esa crítica a niveles o formas ataño inaccesibles. Desde la llegada de las nuevas comunicaciones y las herramientas informáticas, los métodos de trazado de las estructuras son cada vez más efímeros, más complejos, e incluso podría decirse que más fundamentales. Ahora ya no se trata de situarse en un campo geométrico, religioso o cultural, sino en un continuo que, como en el documental Powers of Ten (1977) que Charles y Ray Eames filmaron al principio de esta nueva era, se extiende y fluye sin interrupciones, partiendo de lo microscópico para llegar a comprender el universo en su totalidad. El avance de las técnicas, que permiten a los arquitectos encontrar su lugar en un campo mucho más amplio y de compleja definición, coincide con la disipación tanto del individuo como de la sociedad que les define. En un mundo en el que el yo se ha dividido en id, ego y superego (o cualquier otra división que se quiera elegir), en el que ha aparecido una distinción fundamental entre el universo que podemos conocer con nuestros sentidos y el que podemos comprender con nuestro esfuerzo intelectual, y en el que nos hemos dado cuenta de que incluso lo que considerábamos una relación fundamental del yo con un cuerpo existente en el tiempo y en el espacio, y de ese cuerpo con una estructura social cohesiva en la que podría reflejarse y definirse, es una construcción o ficción social, necesitamos maneras más fundamentales y flexibles de expresar en nuestro mundo lo que pensamos de nosotros mismos.
Las técnicas que uno podría emplear para conseguirlo son muchas. Algunos arquitectos se centran en la apropiación de la imaginería de la publicidad y el seguimiento de datos resulta en la disolución –que, tarde o temprano, siempre ocurre– de prácticamente todos los objetos. Otros se aferran a una capitulación reaccionaria con la construcción de viviendas que se postulan como auténticas, pero que casi de inmediato nos parecen obvias debido a la aplicación de materiales preindustriales. Sin embargo, entre la disipación y la desaparición de la forma residen una serie de técnicas que son el principio para definir un nuevo campo de acción para la arquitectura. Esta área está compuesta de varias formas de medición, deformación o reformación, y se prolonga por una extensión más o menos abstracta de campos geológicos, biológicos, semióticos y de otros ámbitos científicos que durante mucho tiempo han asistido de manera implícita a la práctica de la construcción de edificios. Del mismo modo, dado que la construcción siempre ha existido en la intersección entre principios mecánicos abstractos y la imaginería, las narrativas y la cohesión formal que hacen legibles todo sus datos –un lugar que hemos acordado denominar “arquitectura”–, esta última versión de la arquitectura sólo existe gracias a su habilidad para hacer uso de las técnicas narrativas que le permiten dar una forma evocadora a las conclusiones de análisis y extrapolaciones. En otras palabras, la arquitectura tiene que contarnos una buena historia, mostrarnos una imagen reconocible o crear un edificio icónico. Debe hacerlo para despertar recuerdos sociales y personales, es decir, es su deber que cuando el espectador vea sus obras encuentre algo familiar en ellas.
Ante este reto, los arquitectos han intentado definir una metodología factible para la arquitectura y, para ello, no se han limitado a observar formas basadas en las leyes de la geología, la biología y el lenguaje, sino que han ido más allá, y han estudiado cómo se manifiestan esos principios, es decir, han diseñado edificios que tratan de parecer paisajes, flora, fauna o signos. Esta corriente responde al nombre de “arquitectura emergente”, un término cuyo origen se desconoce. Es la brújula de esos arquitectos que creen que, en ese campo de exploración, es mejor no ejercer la arquitectura como un profesional que impone una estructura abstracta, salida de la nada, sobre un lugar virgen, sino como alguien que examina y, con toda probabilidad, manipula las formas de organización de la biología, la geología, las estructuras sociales o incluso de los propios programas informáticos. Alguien que imita la forma en que crecen las plantas o cómo se acumulan los estratos geológicos. Alguien que estudia cómo se mueven y cómo se agrupan los seres humanos y traduce todo eso en el espacio. Alguien que ve la arquitectura como un orden que nace del comportamiento de la materia que fluye hacia puntos de atracción y que encuentra sus formas en la tensión existente entre múltiples polos –una verdad fundamental de la física que la arquitectura examina en su intento de encontrar sus formas entre las distintas demandas que plantea el espacio–. Alguien que enciende el ordenador y le dice a un programa que traduzca unos datos abstractos cualquiera (los requisitos funcionales, los códigos de edificación, la dirección del viento, la prevalencia de cierto color en el vecindario), los formule y luego presiona la tecla “Imprimir” cuando considera que ya ha conseguido lo que quería. Vicente Guallart se inscribe en esta corriente emergente y combina muchas de estas estrategias.
Las técnicas que Guallart ha elegido vienen determinadas por el contexto en el que ha sido educado y en el que ha decidido trabajar. Barcelona tiene una tradición arquitectónica más consolidada que cualquier otra ciudad del mundo en la construcción de edificios que parecen estar en continuo crecimiento. En gran medida, esa tradición tiene su origen en las singulares condiciones que concurrieron en la configuración de la ciudad a finales del siglo XIX y que produjeron el florecimiento de la forma (tanto literal como figuradamente) en la obra de Antoni Gaudí, Josep Maria Jujol y Lluís Domènech i Montaner. Como ocurrió en muchas otras ciudades industriales de la época, esta arquitectura reflejó un intento por recapturar la lógica del espacio tanto en un sentido cultural como geográfico. El balbuciente nacionalismo defendía una comunidad de absoluta unidad y, al mismo tiempo, el vaivén migratorio generalizado y el poder del Estado desenmascaraban esa ficción. Una fe renovada buscaba crear una verdad de orden superior basada en una amalgama de todas esas creencias. Y artistas de todo tipo de disciplinas trataban de consolidar esas campañas de llamamiento a la población autóctona en la flora, la fauna y la geografía de esa zona específica. Barcelona se distinguió de Budapest, Helsinki o Londres por su trasgresión: las formas se llevaron a extremos inimaginables en el terreno de la arquitectura (en oposición a la música, por ejemplo, o a la escritura). La construcción de bloques de apartamentos que imitaban la montaña de Montserrat, erosionada por la acción del Mediterráneo, o una catedral que no era sino una versión urbana de esa misma formación geológica le dieron a esta ciudad de nuevo trazado, un sentido de emplazamiento del que carecían otras jóvenes capitales de expansión capitalista.
Casi un siglo más tarde, se produjo una situación similar: el nacionalismo renacía y Barcelona planificaba los Juegos Olímpicos. Los arquitectos de la ciudad lideraron una investigación geomórfica que sirvió de base para el trabajo posterior de Guallart y de otros arquitectos. Concentrada en la revista Quaderns d’arquitectura i urbanisme del Colegio de Arquitectos de Cataluña, esta investigación pretendía relacionar estructuras urbanas aparentemente dispares con la configuración del terreno. La casi imperceptible inclinación de la tierra en una zona que todo el mundo consideraba llana y sobre la que se alzaba la ciudad, la relación existente entre los ríos que flanquean la ciudad al norte a al sur, y la aparición de un nuevo paisaje de viviendas en el valle de El Vallès, más allá de las colinas que tradicionalmente habían definido los límites de Barcelona, condujeron a una redefinición de la morfología urbana.
En algunos de los edificios construidos para los Juegos Olímpicos latían las conclusiones de esta investigación, sobre todo, en las inserciones geomórficas diseñadas por Enric Miralles y Carmen Pinós para el pabellón de tiro con arco (1990-92) y, unos años antes, para el cementerio de Igualada (1985-91). Y este tipo de arquitectura empezó a calar en el trazado urbano del área de Barcelona e impulsó un programa de replanificación que, en muchos lugares, hizo invisibles las redes de vías rápidas, y de distribución de un pequeño sistema de servicios urbanos repartido por toda la ciudad. Empezó a surgir un nuevo estilo que miraba hacia a los experimentos organicistas de finales del siglo XIX y que trataba de abstraer lo que arquitectos como José Luis Mateo comenzaron a reconocer como la geología humana de la ciudad, a saber, su acumulación de bloques de pisos de la misma altura del Plan Cerdá, de formas partidarias de las nuevas tecnologías y de otros tipos de vivienda. El acto de abstracción dejó estrías e incisiones que se convirtieron, junto con un collage de distintos materiales deformados y amontonados, en los distintivos de la corriente arquitectónica de Barcelona en las décadas ochenta y noventa.
Sin embargo, estas nuevas propuestas arquitectónicas no fueron únicas. En Europa y fuera de ella los arquitectos empezaban a plantearse de nuevo la pregunta: ¿Cómo construir con el lugar y no sobre el lugar? En vez de volver sobre las ficciones históricas de la arquitectura regional o sobre “estructuras profundas” completamente abstractas (los extremos que separaban a los últimos modernistas y los posmodernistas y entre los que se habían batido en el campo de la arquitectura a finales de la década de los setenta y principios de los ochenta), esta nueva generación buscaba encontrar y desplegar las formas inherentes al lugar. Para ellos, la arquitectura era, al cincuenta por ciento, infraestructura e icono, arquitectos tan distintos como Antoine Predock, Emilio Ambasz, Jean Nouvel, Rem Koolhaas y Arata Isozaki empezaron a construir edificios que parecían verdaderos espectáculos en movimiento. Por su parte, algunos de sus alumnos y colaboradores empezaron a interesarse por métodos que permitieran hacer esa arquitectura del espectáculo más específica y rica, mientras que otros se centraron en el estudio de nuevas tecnologías informáticas para ampliar sus registros. Este último grupo incluía a blobists y defensores de la arquitectura orgánica como Greg Lynn y Lars Spuybroek, y en el primero se inscriben muchos diseñadores holandeses como UN Studio, Neutelings Riedijk y MVRDV, quienes tuvieron una gran influencia a finales de los noventa.
Muchas de estas imágenes e influencias quedaron recogidas en la exposición HiperCatalunya, que se celebró en 2004 en el Museu d’Art Contemporani de Barcelona (MACBA) y que fue una suerte de manifiesto firmado por Guallart y los de su generación. El análisis territorial de la exposición confiaba en la extracción de datos, la cartografía digital y las herramientas de análisis de compuestos que el ordenador ponía a su disposición para crear campoos que los diseñadores podrían extrapolar a futuros proyectos para la región. No tenían porqué ser necesariamente edificios u otros elementos tradicionales de la arquitectura y sus disciplinas aliadas, sino formaciones neogeológicas o neosociales destinadas a tomar como base el campo analítico. Había proyectos, con una leve pátina de ciencia-ficción, que imaginaban la Cataluña del futuro. Había hasta pesadillas de un urbanismo desenfrenado que cubría hasta el último milímetro de cada espacio abierto, aunque en la mayoría de los casos, la exposición se centraba en elementos icónicos que eran versiones artificiales de la naturaleza o estructuras para vivir, o ambas.
Guallart ya llevaba varios años trabajando en esa línea antes de participar en HiperCatalunya. Mientras ejercía como arquitecto de proyectos para Mateo, entre 1989 y 1992, fundó una empresa independiente que recopilaba información sobre la arquitectura y el paisaje, primero en Barcelona y luego en otras ciudades. Guallart veía este esfuerzo como una prolongación de su propia investigación y también como una alternativa rentable que le serviría para el diseño de futuros encargos. Con la irrupción de Internet, que arrastraba enormes cantidades de datos, este esfuerzo se quedó obsoleto, pero Guallart reaccionó con rapidez y se lanzó a explorar las posibilidades de la investigación y experimentación colectiva en Internet. Buscó colegas en el Media Lab del Massachusetts Institute of Technology de Cambridge (Estados Unidos) y en otros laboratorios de experimentación, e inició una exploración –todavía en curso– de las formas, técnicas, herramientas e imágenes que pueden convertir la información física en datos y a éstos últimos en formas físicas. El método de trabajo era especialmente importante para Guallart: no quería investigar de manera aislada sino colectivamente y en torno a un proyecto común, como ya se venía haciendo en el sector empresarial y en las instituciones académicas. El resultado de la investigación fue Media House (2001), un prototipo de estructura interactiva cuyo objetivo era obtener una cartografía de la trayectoria de las neuronas que crean mapas mentales, que desarrolló junto a Neil Gershenfeld y Enric Ruiz Gell. Dio un paso más en Barcelona (1998) con el Web Hotel, una instalación en la que los visitantes podían utilizar la web para acceder a un hotel virtual, para el que Guallart había diseñado una réplica física que no era más que un andamio cubierto de un material translúcido.
Esta investigación propició, en 2004, la fundación del Institut d’Arquitectura Avançada de Catalunya (IAAC), que Guallart lidera junto a Manuel Gausa y Willy Müller y que hoy día sigue siendo el epicentro de la investigación teórica y académica del arquitecto valenciano.
Guallart continuó la investigación que inspiró HiperCatalunya en libros como Geocat (2005), en el que analiza la complejidad de la geografía de Cataluña, de distintos contornos no sólo físicos sino también económicos e incluso ideológicos. Tras analizar la geografía catalana, Guallart, sus alumnos y colaboradores propusieron alternativas al imperante desarrollo urbanístico que aislaba, en distintas zonas, el turismo, la industria y la vivienda. Guallart también colaboró en revistas como Verb y coescribió Metápolis. Diccionario de arquitectura avanzada (2003), una colección de aforismos sobre esta disciplina. Simultaneaba esta actividad teórica con otra más práctica: hacer valer la aplicabilidad de esos nuevos métodos de trabajo en una dimensión arquitectónica más o menos tradicional. Después de todo, él se formó como arquitecto en Valencia –se licenció en 1989– ,y su trabajo no podía quedarse en el campo de la teoría o de la enseñanza, esa faceta era sencillamente inevitable en la nueva arquitectura emergente. Para Guallart y muchos de sus contemporáneos, la investigación y el desarrollo no eran meros pasos previos a la arquitectura –todos ellos creían en su importancia y no renunciaban a ellos– sino su punto de partida.
Los resultados más concretos (de nuevo, literal y figuradamente) de tales investigaciones fueron dos casas construidas entre 1996 y 2004. En la primera, Metapolitan Loft, situada a las afueras de Valencia, Guallart se propuso poner en práctica todas las teorías que había desarrollado hasta entonces. Se partió de una caja sencilla: la casa redujo su estructura espacial a sus formas más elementales, las de un cubo que contenía una vivienda tipo loft. Esta máquina para vivir ultramoderna estaba muy apegada a su entorno, que contemplaba a través de un gran ventanal, y al que rendía homenaje en un tejado cuyas ondulaciones y distintas plantas representaban una versión artificial del paisaje circundante.
Guallart dio continuidad a esta idea en un edificio similar en las afueras de Barcelona: la Hortal House. Aquí dejó la estructura exterior lo más inacabada posible para que fuese ella la que contara la historia de su construcción, como parte de la constante transformación de esta colina rocosa, antaño escenario de campos agrícolas y en la actualidad un lugar para el disfrute de ese mismo paisaje. Como en la primera casa, el tejado de la Hortal House fue el lugar elegido para construir una versión abstracta de la vegetación, las plantas y la geografía locales. Una tercera estructura, la House of the Seven Summits (Casa de las siete cimas), trasladó estas cuestiones locales a una dimensión global al incorporar referencias a las siete cumbres más altas del mundo que el propietario de ésta pretendía escalar. Las cumbres se tradujeron en proporciones matemáticas dentro de la compleja distribución del espacio de la casa, ya que a medida que uno va subiendo escalones las habitaciones se hacen cada vez más bajas y coloridas. Este proyecto todavía está inacabado.
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VICENT GUALLART
www.guallartblog.com
Jose Llano
Arquitecto, Diseñador de Delitos & Coreografo del Deseo
editor aparienciapublica
www.aparienciapublica.org
http://aparienciapublica
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