Los garabatos de Niemeyer
leido en el PAIS.COM
IÑAKI ÁBALOS
15/12/2007
En los años setenta, llenos de dogmatismo pedagógico, Niemeyer (Río de Janeiro, 15 de diciembre de 1907) era una presencia incómoda en los ámbitos universitarios europeos, una contradicción flagrante con el pensamiento racionalista entonces triunfante, alguien que cumplía a la perfección con el requisito de un intachable izquierdismo pero a la vez imagen viva de la más absoluta frivolidad y, además, frivolidad orgánica y modernista -cuando era la modernidad el objetivo a abatir precisamente y el organicismo se interpretaba como un reblandecimiento burgués del modernismo-. Un incordio al que se daba de lado (era bien difícil encontrar la más mínima documentación sobre su obra). Durante años, sólo Pedro Urzaiz mostró sin pudor su fascinación por él en España entera.
La generación de la movida madrileña, que amaba la frivolidad y la modernidad, adoptó sin embargo sus iconografías mambo -mambo era la palabra talismán- con fervor inconsciente pero visionario. Todo lo contrario que los que querían refundar la disciplina en la historia, o al menos en la visión estructuralista que Aldo Rossi desplegó de la historia, de los tipos arquitectónicos y su poética presencia intemporal. Curiosa paradoja, cuanto más intemporal se reclama una teoría estética más rápido se queda sin acólitos. Aquellas ideas desaparecieron en un pispás y Niemeyer siguió, desde su estudio en Copacabana, dando la espalda sistemáticamente a aquellas esplendorosas vistas (para asombro de visitantes y regocijo suyo, suponemos), proyectando con infinita libertad y simplicidad una versión cada vez más reductora y sensualista de la modernidad, casi caricaturesca, como el curioso y para algunos -yo mismo- magnífico Museo en Niterói que parece salido de uno de los viejos chistes en los que Conti ridiculizaba hace años la banalidad de muchas obras de arte abstractas, de tan simple que es su emulación del Pan de Azúcar, al que refiere su silueta con insultante inmediatez. Hasta las referencias a la figura femenina en su arquitectura, que ha seguido intensificando con el tiempo, parecen sacadas de un chiste sobre lo que uno esperaría de un artista brasileño: exuberante, sensual, gestual, dominante y comunista. En fin, la figura del carisma tropical, al modo de un Marlon Brando retirado en su isla, que uno tiende a despreciar tanto como fantasea con lo que tiene de construcción irrefrenable de un yo todopoderoso.
Hasta ahí el personaje y su significado para una generación que no se dejó hechizar por rigoristas y biempensantes (ni historicistas, ni ortodoxos modernos) y que siempre prefirió heterodoxos, marcianos e individualistas como referencia (no era difícil preferirlo teniendo las fabulosas referencias de Oíza y Sota en casa: con personajes así se aprendía casi por roce).
Queda aparte la revelación que visitar su obra sigue suponiendo para tantos como han ido teniendo la oportunidad de hacerlo: una revelación instantánea, casi insultante. Imposible olvidar la indignación de ver cómo a Niemeyer y sólo a Niemeyer los edificios se le sostenían sin pilares, las rampas volaban ligeras y aéreas como nunca se han visto en otros arquitectos, los detalles desaparecían hasta hacerte pensar que son innecesarios (todo; barandillas, rodapiés, puertas, carpinterías, prácticamente todo, simplemente ha dejado de existir en sus edificios de una forma asombrosa).
Volver al Viejo Continente y visitar las obras de Le Corbusier tras ver este despliegue de ligereza, continuidad, elegancia y simplicidad hecho por su discípulo tropical es una dura prueba que con dificultad resiste el intocable maestro suizo, sometido uno a la tentación de invertir los papeles y pensar las obras de Le Corbusier como la triste secuela europea del maestro brasileño, producto limitado por actitudes y climas que impiden el logro de la levitación, esa meta última de la modernidad de la que Niemeyer tuvo y tiene la fórmula secreta (nadie debe engañarse al respecto, no se trata en absoluto de una estrategia técnica o una concepción estructural que dominase como nadie Niemeyer: parece más bien que es el absoluto desinterés por estos temas lo que le da la autoridad completa sobre ellos, relegados al último lugar en el proceso mental, ese lugar que el arquitecto siempre destina a lo que da a desarrollar a otros -en este caso, al ingeniero José Carlos Sussekind, gran amigo suyo desde hace tiempo y capaz de resolverlo todo sin el más mínimo protagonismo-).
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Jose Llano
Arquitecto, Diseñador de Delitos & Coreografo del Deseo
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