jueves, noviembre 01, 2007

[AP] La onda expansiva / Anna Maria Guasch


La onda expansiva
Anna Maria Guasch

leido en salon kritik

El texto de Serge Guilbaut para el catálogo de esta muestra se inicia con una cita de Clement Greenberg de 1939, que podríamos calificar de aparentemente secundaria a tenor de los escritos del influyente y programático crítico estadounidense. Se trata del texto de una postal que Clement Greenberg envió a su madre en un viaje a París, pero cuyas palabras de menosprecio hacia los europeos («Están todos majaretas. Todos sin excepción») exponen la que se convertirá en versión oficial y canónica del arte del período 1946 y 1956: la superioridad del arte norteamericano respecto al francés (y, por extensión, europeo). Una consideración que Guilbaut quiere desmantelar.

Lanzar dardos. Ya en 1983 Guilbaut, en el texto De cómo Nueva York robó la idea de arte moderno (traducido al castellano en 1990), hizo un primer intento con las «lentes de un historiador social y neomarxista» (un marxismo poco ortodoxo alimentado desde las aulas californianas con las tesis de Foucault, Bataille y Debord) de reescribir ese capítulo de la Historia del arte de postguerra «congelado» de una manera estática y autoritaria por las versiones «imperialistas» norteamericanas. Pero en esta exposición los dardos de Guilbaut apuntan más lejos: «descolonizar» la mirada formalista impuesta por las teorías o, mejor, los dictados de Greenberg y por las concepciones museográficas de Alfred Barr y, al mismo tiempo, impulsar un proceso más sutil de lectura histórica. O sea, plantear una «historia de las imágenes» basada en encuentros «horizontales» y nada jerárquicos entre las obras de arte de la «cultura elevada» y las imágenes «descualificadas» con significado cultural. En ese análisis, lo importante, parece sugerirnos Guilbaut, no es constatar el valor estético del arte elevado, sino examinar el papel de las imágenes en la vida de la cultura dando igual importancia, entre otras, a una imagen televisiva, un anuncio publicitario, una «postal» (como la enviada por Greenberg a su madre)...

La hipótesis de partida es que cada imagen contribuye a estructurar el entorno cultural y social en la cual está localizada y que la integral de todas estas imágenes constituye la «imagen de la totalidad». No en vano el título con el que se presenta la muestra obedece a la función del «nuevo» público del museo en la era de la globalización: no la acomodaticia burguesía elitista, sino un turismo cultural masivo que conoce menos la «historia del arte» y los debates formales pero más los resortes de la «cultura de masas».

Hay quizá algo de arrogancia en el título y, naturalmente, en su desarrollo, pero no creemos que haya dogmatismo. En este paseo por los «restos» y las «ruinas» de la cultura de la inmediata postguerra, Guilbaut no pretende imponer sus gustos al público, solo dialogar con él y contar lo que pasó (o «algo» de lo que pasó) para llegar a comprender lo que los artistas quisieron decir. Y siempre con un mismo «ruido de fondo». Un ruido contextual que parte del diálogo entre Nueva York y París, con una historia de liderazgos, de hegemonías, de fascinaciones, pero también de miedos y enfrentamientos de poder en el marco de la postguerra y la Guerra Fría.

Con una presencia de más de 400 piezas y siguiendo un «guión» y una «puesta en escena» museográfica del más genuino «estilo Macba», quizás el principal mérito de este macroproyecto es la habilidad narrativa-visual de Guilbaut sustentada en la «cualidad simbólica de las imágenes». Una habilidad que ya emerge en la primera sala donde el impacto de la posguerra en una ciudad como París que -aparte la destrucción material afrontó la humillación de cuatro años de colaboracionismo- se manifiesta a través de «relatos fragmentarios» que incluyen desde pinturas «oscuras» de Matisse y Picasso, dos de los grandes supervivientes de la ocupación, hasta fotografías aparentemente anecdóticas...

Fascinación y celos. El año 1946 cuenta con otro «microrrelato» en la sala, que se «desterritorializa»: el efecto de la bomba atómica. Y lo hace a partir de la confrontación de textos de la revista Fortune, que muestran cómo sólo el arte abstracto es capaz de hablar de las consecuencias de la bomba, con imágenes fílmicas y pinturas de Pollock en las que se aprecia una ¿posible? influencia de los efectos explosivos como origen de sus drippings, o de fotografías del «efecto bomba» extraídas de la cultura popular norteamericana. Igualmente, la «fascinación» de los franceses por los norteamericanos y, desde otro punto de vista, los «celos» de los americanos hacia París se narran tanto a través de imágenes fotográficas de míticos músicos de jazz y de las «musas» francesas como Juliette Grèco, como mediante la maniquíes de Christian Dior.

Hay mucha y muy buena pintura en el MACBA, quizá con una buscada descompensación a favor de la pintura francesa representada por obras de Georges Mathiew, Dubuffet, Bernard Buffet, Michaux, Hartung, Baziotes, Roger Bissière, Soulages, De Stäel y Wols. La norteamericana esta representada por obras de De Kooning, Pollock, Motherwell, Rothko, Gorky, Kline, Lee Krasner o Reinhardt. Parece no faltar nadie y es evidente que las salas del MACBA desafían la versión canónica del MoMA. Al respecto, los discursos institucionales y el interés por el «mundo del arte» a través del posicionamiento de algunos de los más destacados museos norteamericanos a la hora de «fijar» la reputación de los artistas abstractos están presentes a través de documentos de época, la mayoría procedentes de las páginas de la revista Life.

Final «no feliz». Este énfasis en lo «contextual» se evidencia de nuevo en la sala en la que se recrean las dos exposiciones que en el mismo mes, en 1952, reunieron en París al todavía «gran Pollock» de pinturas en blanco y negro y Van de Velde, con un inapelable éxito del primero en detrimento del segundo. La internacionalización del expresionismo abstracto y del informalismo, que dominó la década de los cincuenta, rompe este tenso y vibrante diálogo entre París-Nueva York, para dar paso a otro de los más destacados capítulos de la exposición: el dedicado al arte español. Tàpies, Saura, Cuixart, Goeritz, Millares, Feito, entre otros, empiezan a señalar una «tercera vía» que se consolida en un remake de la participación española en la bienal de Venecia de 1958 que concedió a Tàpies al León de Oro.

Es el principio del fin que también se percibe en una cierta «debilidad» narrativa a través de las salas dedicadas a exponer los mismos pintores con obras de mediados de los años 50. Un final «no feliz»: la muerte de Pollock. La voz de Allen Ginsberg con una grabación de la lectura de uno de los símbolos de la cultura Beat, (Howl); el audiovisual de Debord (Aullidos a favor de Sade, de 1952) en el que se nos invita no a la destrucción sino a la «discusión»; las películas de Alain Resnais (Hiroshima mon amour, 1959) y Jacques Tati (Mon oncle, 1957), y un cartel de la invasión de Hungría abren camino al futuro, un futuro que Guilbaut cierra con imágenes de anuncios en los que se adivina la emergente sociedad de masas. Bajo la Bomba no es una exposición al uso, ya que supone un trabajo de investigación visual e histórica que no se agota en la mirada del connoisseur ni del erudito. Más que ante un libro en imágenes desarrollado en las paredes de un museo se nos antoja que estamos ante un guión cinematográfico, casi el de un thriller, en el que hay vencedores y vencidos pero que, paradójicamente, los que canónicamente se han considerado vencedores resultan ser los vencidos. Aunque el ser humano -la historia, en definitiva- no parece soportar los efectos de la Bomba.

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Jose Llano
Arquitecto, Diseñador de Delitos & Coreografo del Deseo
editor aparienciapublica
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